|
Vejez
19.06.14 - Escrito por: Rafa Linero
Muchos artistas se nos presentan a sí mismos quizás de una manera un tanto seria. No se conoce a Van Gogh por Vincent, sino por su apellido, ni a Velázquez por Diego, ni siquiera Warhol es Andy. Con sus obras pasa igual. Los nombres de Giovanni y Giovanna no nos dicen nada, siempre serán el matrimonio Arnolfini. Un cuadro no de Jan, sino de Van Eyck, por cierto.
Igual pasa con El Pensador de Rodin, del que nunca hemos sabido su nombre y que siempre se ha guardado sus pensamientos para él mismo como si fueran un tesoro del que no somos dignos.
Sin embargo a Miguel Ángel Buonarroti lo conocemos sencillamente como Miguel Ángel y a una de sus obras más emblemáticas como el David, el David de Miguel Ángel. No hay rastro de apellidos, sólo nombres de pila como si los dos, obra y artista, fueran de nuestra familia o amigos cercanos.
Por ese motivo, por sentir a esta escultura tan cercana, una pena sincera se ha apoderado de nosotros cuando hemos descubierto que el tiempo tampoco la ha perdonado. Unas grietas han aparecido en sus piernas, no demasiado graves, pero que han hecho que nos demos cuenta de que envejecer no es algo reservado sólo a los hombres, sino que las obras de arte también la sufren.
Si el David pudiera mirarse al espejo, ¿qué vería? ¿una estatua vieja con achaques o un joven pastor a punto de enfrentarse a Goliat? Esa pregunta es la misma que nos hacemos cada vez que nos encontramos con nuestro reflejo. Una posible respuesta es que seguimos siendo el joven que una vez fuimos pero ataviados con los ropajes de múltiples desengaños.
En el invierno de la vejez esos abrigos gruesos y sucios nos hacen caminar encorvados por su peso. Pero debajo, junto a la piel, se ocultan camisetas de colores con caras sonrientes o con nombres estampados de personas que nos quisieron y, aunque no podemos ir desprendiéndonos de las capas de ropa, sin duda están ahí y también nos abrigan y protegen del frío con que la vida pretende congelarnos.
|
|
|
|
|
|