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Susúrrame libertad a los labios
21.02.2008 - Escrito por: Eduardo Luna Arroyo
Los coches antiguos que circulaban por la ciudad, pintaban de negro el pasar invisible de una noche que se auguraba especial, dónde la prisa no quiso envolverme, ni matarme de stress, ni sudar al calor de un cigarrillo, ni ausentarse de un sofá sin tele, ni descubrirme sólo, ni quererme menos sin más, ni buscarme un amor de madrugada. Despacio caminaba hasta bajar a la estación de los ideales, de los perdidos, de los rotos, de los míos. Epopeya, respiraba por sí sola. No creía en dioses, ni paganos ni cristianos, Epopeya destilaba pasión, olía a rancio puro, sabía a vidas abiertas. Justo antes de subir al metro, me encontré con un periodista joven y astuto, su nombre era Fred Martins, escribía semanalmente la crónica política de aquella ciudad tan particular y ortodoxa. Me miró, lo mire, nos hablamos y como el que agarra su pecho ante el altar de las dudas, cogió mi mano y nos fundimos en un verso de medianoche. Sólo nos conocíamos de vista y antes de sacar un café, que sabía a veneno dulce, decidimos hablar a solas en medio del bullicio. Libertad, independencia de esta profesión tan puta y tan santa, susurros de realidades, crónicas de principio y fin. Fred, había sufrido en los últimos días presiones por parte de algunos grupúsculos políticos que no querían oír la verdad y censuraban mediante un teléfono tu verdad y tu salario. –Llevo varios días recibiendo llamadas y mi mujer sospecha hasta del ruido de mis llaves al entrar. La noche me abrasa y no concibo el sueño ni sintiendo el pecho valiente de mi mujer, que se casó con un reloj sin horas-.
Es inconcebible como un joven periodista tenía que bailar sin pareja ni música ante la presión de estos políticos de pacotilla que nos gobiernan y piensan que un cheque sucio o unos dólares pueden convertir a una persona con principios. Fred siguió escribiendo, ese fue mi consejo, no ocultó la percepción real, ni tapó los errores de los sesgadores de la palabra y la manipulación. Lo dejé a las tres de la madrugada sentado en un banco de la estación, se quedó dormido y en la pantalla de su móvil aparecía, ¡estás despedido! A los pocos días, recogí como cada mañana la prensa en la ventana dónde Billy la dejaba casi sin hacer ruido y encontré en páginas interiores que Fred Martins, el cronista de la Libertad, había desaparecido de la ciudad. No quise comprender muy bien que significaba aquello de desaparecer, pero en una ciudad tan oscura sin callejones sin salida porque nunca puedes salir de ella, eso no tenía tintes de acabar bien. El senador Michael Norton, un siniestro siervo de la manipulación había ganado el pulso al semanal de Fred y sus pretensiones habían llegado a un puerto maldito y bendito. Una noche fría, al encender el ordenador, este amante bisexual que amamanta a mis musas, recibí un mensaje exquisito, como el sabor de un buen bourbon después de besar a una mujer de todos. –Soy Fred Martins, ¿me recuerdas?, estoy lejos de la ciudad con mi mujer y mi perro Ted. Siempre, la Libertad, siempre utilizando la democracia para fines corruptos, siempre utilizando las dictaduras para matarme a mi y a mi palabra, siempre un régimen que no hace lo que predica, siempre la Libertad amigo, mi escudo y mi bandera, mi pérdida y mi acantilado, mi victoria y mi desahogo. No volveré, pero me escucharán, no me verán pero pensarán que me han visto dos veces, nunca me callarán, ni sesgarán mi fuerza. Por eso, tú que me conoces, cuando bailes a la luz de la luna, recuérdame y recuérdalo, Susúrrame Libertad a los labios…
Así acabó aquel mensaje. Es el guante que muchos deben ponerse en sus manos de supuestos, en sus palabras inciertas, en su vida al servicio de la hipocresía.
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