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EL ACANTILADO
07.02.2008 - Escrito por: Eduardo Luna Arroyo
¿Como iba a imaginar yo lo que estaba viendo? La policía había bajado con sables de viruela en la mano a Epopeya. Jamás lo habían hecho porque quienes viajaban sin retorno a esta estación tenían la identidad caducada y el alma sin fecha. Estaban golpeando a un hombre al que le dolían más los insultos que lo golpes. Le gritaban como serpientes venenosas y no paraban de dar patadas en un trasero que estaba cansado e estar de pie en una silla. Él se llamaba Andrew, en el barrio le llamaban Papá y yo lo conocía por su increíble interpretación de la felicidad viviendo al son de un pesimismo con el que cenaba cada noche. Contaba con dulces melodías el saxo de Cutty que cuando se ponía a pedir en la puerta de las iglesias siempre le daba limosna al cura para que se tomara un café antes de irse a la cama. Su ropa, fue la última fotografía con la que despidió a su hijo en un tren que sólo Dios sabe que estación fría de la vida dejó más helada aún dejando a un padre huérfano de hijos. Cuando la policía hizo su trabajo sucio, Andrew aún seguía sonriéndome desde el suelo de la estación. Al levantarse noté que se dirigía a mí y con una voz dulce y un olor a pastelería de ricos, me dijo –tú eres el culpable de esto, sí, tú, has dado a conocer las miserias de los ricos de este lúgubre lugar y a la policía se les está yendo de las manos cada reivindicación-. Me quedé atónito y no supe reaccionar. Andrew quería contarme algo, pero no quería que se publicara y que su nombre fuera pisado por los que viven en la calle. Él era un hombre con suerte, decía, que su mujer murió para siempre cuando la descubrió besando a la vecina de al lado, su hija se marchó con un buen hombre que la llenó de riquezas para luego dormir cada noche en unos labios diferentes y su hijo, el más pequeño se marchó y sólo le queda el sabor de una lágrima que le dejó en el rostro antes de partir. Pero aún así, seguía pensando que tenía suerte.
Llevaba cinco años viviendo de la vida de los demás. Dormía en un pequeño apartamento de 20 metros cuadrados y sólo guardaba allí una foto de su deseada Marylin Monroe y la película “Con faldas y a lo loco”. Tenía sólo cincuenta y cinco años, la edad del hombre que empieza a ser un jarrón sin flores que no decora en ningún espacio. Llevaba sin trabajo mucho tiempo y su única forma de vida era su optimismo acorazado y su incansable placer por apreciar la vida que le había tocado escribir. Andrew estaba como muchos hombres, apartado de la vida por ser un enfermo de la felicidad. En su empresa, lo habían jubilado y nadie se acordaba de él. Decía que sólo los políticos, los corruptos y no corruptos, se dedicaban a gente como él en momentos de impopularidad ciudadana. Andrew era de esos vagabundos que sueñan con el mañana como si les faltara el aire. Le pegaban por haberse acercado al presidente del país y haberle dicho que era un hipócrita, un ciego y un encantador de serpientes con flautistas a su alrededor. Por eso le pegaba la policía, sólo por eso. Lo invité a un café en mi apartamento, reímos y reímos y sólo una vez su cara enmudeció y sus ojos dejaron de brillar. Lo llevé hasta su casa porque su corazón no quería ser de color negro y las pastillas que le regalaba el farmacéutico del café Avenue le calmaban su sed de aliento.
El destino había vuelto a poner en mi estresante carrera a un ciudadano de los muchos que pueden existir en algún país, jubilado antes de tiempo, sin recursos económicos, pagando a la recaudadora de impuestos más cruel y despreciable y habiendo dejado un trozo de su vida en el banco de alguna industria explotadora. Andrew, “papa´”, el jubilado del corazón rebelde, le llaman. Bajó a Epopeya a contar su asombrosa historia. ¿Y tú?, ¿imaginas algo así?. No lo sueñes, muchas personas como él, viven, en El Acantilado.
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