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Ruido
02.12.18 - Escrito por: Javier Vilaplana Ruiz
Al hilo del revuelo mediático que ha generado la sorprendente -e injustificada- imputación de Dani Mateo con ocasión de su -poco afortunado y menos gracioso aún- chiste con la bandera española, se han podido escuchar y leer en diversos medios de comunicación, incluyendo a periódicos de reconocida solvencia, titulares o informaciones en las que se destacaba que el cómico se habría negado a declarar ante el juez encargado de la instrucción. Algo así, podría deducirse, como un acto más de rebeldía incivil, aderezada con un intolerable desprecio judicial.
Si hacemos caso de las reflexiones de la filósofa Marina Garcés, tendremos que empezar a asumir que vivimos un tiempo en el que, sin futuro a la vista, agotamos un presente que no puede aguantar más, de tal modo que la pregunta que nos define ya no es hacia adónde vamos sino hasta cuándo.
Todo corre, como nos enseña el profesor José Carlos Ruiz, en un contexto de inquietante, acelerada y agotadora turbotemporalidad que, sumada a un hiperindidualismo egoísta, se resume en un ruidoso e insolidario sálvese quien pueda. Y entre tanto (hasta que llegue el fin), sólo encontramos constantes invitaciones a seguir consumiendo objetos, imágenes, palabras y emociones que no necesitamos.
Este continuo deambular por los diversos puestos que el omnipresente mercado (no ya de futuros sino de permanentes presentes) mantiene abiertos día y noche, genera mucho ruido. Demasiado ruido, como en aquella hermosa canción del mejor Sabina. Un ruido que todo lo inunda, que no deja lugar para el sosiego o la paz que nace de una de las más preciosas -y subversivas- libertades que, mal que bien, aún nos quedan: el silencio.
Poder desconectarse del ruido, replegarse en uno mismo y disfrutar del cobijo que ofrece la habitación propia a la que cada cual debería poder aspirar, se antoja hoy un caro privilegio que supone no sólo poder abstraerse de los cantos de sirena que se empeñan en convencernos de que es un error interrumpir, si quiera un instante, nuestro permanente estado de compra (de teléfonos, vehículos, ropas... pero también de noticias, argumentarios, consignas), sino también dar la espalda -en un difícil ejercicio que supondría primar la dignidad sobre las necesidades vitales- a un mercado laboral que nos exige una inquebrantable, pero asimétrica, lealtad hacia nuestras empresas.
Sin embargo, el silencio no sólo es un arduo refugio frente al constante ruido que todo lo envuelve y contamina, también es -o debiera ser- un derecho fundamental de cualquier ciudadano frente a los poderes, los públicos y los salvajes.
Si quiera por el cine norteamericano -que ha hecho célebre el estadounidense Miranda Warning o "advertencia Miranda"- sabemos que tenemos derecho a guardar silencio, una garantía reconocida y garantizada en el artículo 24 de la Constitución Española (también, con matices, por la doctrina del Tribunal Constitucional o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos) y que trae causa de la evitación de torturas para obtener, a toda costa, una confesión de la persona investigada.
El silencio como garantía constitucional, como derecho fundamental que puede ejercitarse en el legítimo ejercicio de la defensa penal.
Por esa razón ni Dani Mateo ni ninguna otra persona imputada o investigada se niega a declarar ante un juez, sino que, simple y llanamente se acoge a su derecho a no declarar.
Nadie puede ya desconocer que el lenguaje nunca es ni inocuo ni neutral, que responde a intereses de parte. Mucho más ahora, que todo lo que parecía sólido se desvanece en el aire, que algunas palabras son simples cascarones vacíos de contenido y corren el riesgo de quedar reducidas a meros artefactos para evocar emociones, despojadas ya de su valor como instrumentos para dialogar o pensar (acaso conceptos sinónimos).
Evitar que germine el silencio -entendido como amparo o refugio- o tratar de devaluarlo -cuando lo entendemos como derecho procesal- utilizando ruido, puro y duro ruido, nos deja a la intemperie, al capricho de quienes detestan la, necesaria, disidencia. Obligarnos a confesar (y confesarnos) sin descanso se parece a desnudarnos continuamente, a ofrecer nuestras debilidades a quienes pueden sacar provecho de ello.
Es urgente no quedarse con los brazos cruzados. Nos toca poner el grito en el cielo para evitar que sigamos perdiendo nuestros espacios de libertad. De otro modo, el silencio nos haría cómplices. Paradojas de estos días extraños.
Ya nos advirtió el poeta: con tanto ruido no se oye el ruido del mar.
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