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Vivir en manada produce monstruos
27.06.18 - Escrito por: Javier Vilaplana Ruiz
Hay ocasiones (una madrugada al volver a casa tras tomar alguna copa de más, una mañana mientras nos preparamos para acometer otra larga jornada, una tarde tras un mal sueño fugaz) en que el espejo nos devuelve una imagen que se nos antoja irreconocible. La edad, el hastío, la decepción, la desesperanza, la soledad, la incomprensión, la pérdida, la rabia, la nostalgia, las derrotas, o la enfermedad desdibujan un rostro que recordábamos más joven, legre, lozano o hermoso y que ahora no queremos resignarnos a reconocer como nuestro, pero que es lo que hay.
El desconcertante momento del irreconocimiento y su aceptación posterior también puede padecerlo una sociedad entera cuando la desafía algún caso difícil como el de la manada, un puñetazo a nuestras convicciones jurídicas que se enfrentan a nuestros deseos de algo parecido a la Justicia.
La sentencia primero y el auto de libertad provisional después, nos sitúan cara a cara frente a nuestras propias contradicciones. La ciudadanía se queda perpleja cuando la aplicación recta de la ley puede terminar generando decisiones que sentimos como injustas. Que nos duelen.
Nos sentimos inermes leyendo una resolución judicial que, en principio, no resulta arbitraria o caprichosa, sino que está fundada en derecho, por lo que sólo nos queda mostrar nuestra, legítima, indignación frente a un sistema legal que no da más de sí y que, eso sí, parece responder a un reparto de poder determinado.
Y claro, todo ese duelo social por la sentencia y el auto resulta más doloroso cuando lo contraponemos a los principios y Derechos Fundamentales por los que tantos y tantas han peleado antes: la presunción de inocencia (artículo 24 de la Constitución Española), el principio de legalidad penal o la finalidad resocializadora de las penas (artículo 25 de la Constitución).
Nos quebramos por dentro y asistimos a la ruptura entre la razón jurídica y la desazón emocional, pues sabemos que, en teoría, debemos aceptar que la sentencia y el auto podrían ser ajustados a derecho; que caben recursos dentro de la sistematizada arquitectura jurídica que hemos tardado siglos en conseguir y que no podemos correr el riesgo de perder ante arrebatos de ira; y que, racionalizando nuestras emociones, acabaremos concluyendo que no hay otra opción que complacerse porque todo funciona y nuestra náusea es sólo un reducto del animal que somos.
Como cuando en "Los idus de marzo" George Clooney ?que interpreta a un idealista candidato demócrata de Pensilvania- es preguntado por su opinión acerca de la pena de muerte y manifiesta su incontestable rechazo ante tal medida radical. Sin darle un respiro, el agudo periodista inquiere al político si pensaría lo mismo en el caso de que algún desaprensivo asesinara a cualquiera de sus hijos, y entonces, con su sempiterna y seductora sonrisa, Clooney reconoce que si alguien matara a cualquiera de sus hijos él mismo acabaría con la vida del homicida, eso sí, asumiendo la comisión de su crimen y poniéndose a disposición de un sistema judicial donde la respuesta fuera una prisión proporcionada, no la pena capital.
Las veces que nos hemos atrevido a sugerir que muchos de los logros jurídicos deberían saltar por los aires si un caso nos duele, una vez junto al precipicio, con los libros de derecho, los principios garantistas y las declaraciones universales en la mano, nos hemos vuelto a convencer de que no existe mejor refugio que la ley que tenemos. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí y es lo que hay.
Sin embargo, nuestro deber cívico nos obliga a preguntarnos si pueden existir alternativas, a indagar qué hay más allá de lo que hay.
Para Stucka, el derecho se define como "un sistema (u ordenamiento) de relaciones sociales correspondiente a los intereses de la clase dominante y tutelado por la fuerza organizada de esta clase", por tanto, nos enseña el olvidado jurista soviético, en el derecho se debe distinguir entre el contenido, o las relaciones sociales, y la forma de su reglamentación, sanción o tutela, y en la que se incluyen las leyes o el poder estatal.
Es decir, que nuestra ley podría no ser tan nuestra como pensábamos, respondiendo a intereses de una clase particular que vela principalmente por los suyos (en deliberado masculino) con lo que si nos conformamos con el aparato legal (y su corolario judicial) que tenemos, además de aceptar también que esto es lo que hay y que es lo mejor que podemos tener, aunque no nos guste, seremos siervos y cómplices de la manada dominante.
Pero si nos revelamos frente a la injusta realidad social, revertiéndola y sentando bases más equitativas en cuestiones de innegociable igualdad de género, la ley que resulte (y por ende las resoluciones judiciales que la apliquen) necesariamente será más justa, menos dolorosa y, también, nos devolverá un mejor reflejo cuando nos miremos al espejo.
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