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"Peras al olmo"
09.04.18 - Escrito por: Víctor Olivencia Castro - Fotógrafo
Érase una vez un pueblo, un hermoso pueblo en medio de una hermosísima comarca. Con un entorno natural maravilloso, con una ermita en lo más alto de una montaña, habitada por una Reina celestial.
Para muchos era el mejor sitio del mundo, un pedazo de ese paraíso terrenal, donde una vez alguien mordió una manzana, más por curiosidad que por malicia y desencadenó la más horrible de las pesadillas.
Todo el mundo conoce la historia del Enviado, para arreglar el problema de la manzana y la serpiente. Todo el mundo conoce los sucesos aquellos de hace dos mil años. Se trata de la más grande historia conocida. El sacrificio, el martirio y la muerte, para un estallido de luz pasados 3 días, que nos puso a todos en la senda de la Verdad.
Con el correr de los siglos, todos los que creímos en aquella historia, lo hemos estado celebrando. Hemos tratado de recordarlo durante una semana al año, donde sacamos a la calle imágenes del Mensajero, de su Bendita Madre, así como de algunos de sus discípulos y personajes de la época.
Muchos creyentes dedican esa semana al silencio, al recogimiento, en definitiva, a meterse un poco en esa historia y dejarse empapar por ella. Nazarenos, costaleros, músicos, mantillas, y nuestros niños esclavinas. Saeteros que rezan a pleno pulmón desde cualquier balcón, ancianos que esbozan una sonrisa o dejan escapar una lágrima al paso de cualquier cofradía. Sentimientos a flor de piel y un inconfundible aroma a incienso que llena las calles de nuestro pueblo, nuestro hermoso pueblo.
No deja indiferente a nadie, le llaman la semana mayor, pero no dura ni un segundo más que cualquier otra, es grande por lo que acontece, por la forma en que los habitantes del pueblo lo viven, lo sienten.
No todos participan en las procesiones, o se limitan a verlas pasar desde las aceras. Hay un tercer grupo de personas, que creen en la posibilidad de inmortalizar cada instante de esa semana. Ladrones de guante blanco, que piensan que es posible robarle a la semana santa su esencia, que hacen lo mismo que el niño aquel con quien se topó en una playa el mismísimo San Agustín mientras paseaba. El crío trataba de meter el mar en un hoyo que había cavado en la arena, el Santo trataba de comprender la grandeza de Dios con su mente humana, y los fotógrafos creemos que podemos meter en un fotograma el Mensaje de Cristo.
Imposible o no, lo intentamos, y en ese intento sentimos que lo rozamos con la punta de los dedos. Tal vez necesitamos que se nos escape para poder volver al siguiente año a intentarlo y vivir en un bucle continuo donde lo importante no es si podemos o no meter la grandeza de Dios en una fotografía, si no la lucha personal de cada uno por comprender, aunque sea sólo un poco, el misterio de la vida.
Los milagros existen, pero no conozco a ningún fotógrafo capaz de hacer alguno. Todo lo que hacemos es llevarnos un pedacito de la realidad, limitada por arriba y por abajo, por la derecha y por la izquierda. Contamos historias con imágenes reales, necesitamos luz, necesitamos fe y un puñado de conocimientos técnicos para atinar con los parámetros oportunos en cada momento. Ni siquiera somos magos o alquimistas, estamos condenados a retratar lo que tenemos delante de nuestros ojos, ni más, ni menos.
En la belleza de nuestras calles, de nuestras plazas, se esconde una esencia, se esconde una historia preciosa, para muchos imperceptible, para algunos evidente. Es el avance de una sociedad que busca su futuro sin perder nunca de vista su pasado. Pero no podemos dejar que lo moderno devore a lo antiguo.
No se trata de crear un futuro destrozando el pasado, tiene que haber formas de seguir dando nuevos pasos sin destrozar nuestras propias huellas. Tenemos un patrimonio monumental e histórico, semioculto o empobrecido, eclipsado tras una interminable maraña de cables que lo invaden todo, o tras otro entramado de señales y cartelería que restan más de lo que suman, quizás sólo restan.
No nos sirve de nada tener el pueblo más hermoso, con la semana santa más grande, si luego el protagonismo se lo llevan esas madejas de cables.
Doy fe de que, oculto tras esos cables, se esconde el pueblo más hermoso, que tiene la Semana Santa más grande que he conocido, pero si trato de demostrarlo con una fotografía, me resultará imposible.
No me pidan, ni a mi ni a ningún otro fotógrafo que obremos ese milagro, no vengan a pedirle ustedes, peras al olmo.
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