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La esperanza de los Votos y las Promesas
14.08.13 - Escrito por: José Manuel Jiménez Migueles
La taberna estaba sucia, la desolación se había convertido en un cliente más de aquel antro y la soledad se había erigido en el plato fuerte de un bar que, desde que estallara el conflicto, estaba ayuno de hombres que bebieran el vino del pueblo de al lado. Una radio vieja repetía una y mil veces el parte de guerra. Un fuerte olor a Ducados en el borde de la taza en la que le sirvieron el café le hizo suspirar por la mierda en la que se había convertido toda su realidad cuando, tan sólo hace pocos meses, paseaba su ingenuidad de la mano de aquel que le prometió amor eterno cuando apenas eran unos chiquillos que sólo compartían la luz de las estrellas la tarde noche de cada sábado.
Estaba agotada, los ligeros músculos de sus escuálidas piernas apenas eran el lienzo donde las espinas y arbustos del camino habían dibujado un cuadro de heridas más propio de hombres de guerra que de mujeres sin esperanza, como ella. Había tardado más de treinta y seis horas en ir desde su casa de Zuheros al Santuario de la Virgen de la Sierra, en la montaña más alta de Cabra, adonde nunca había ido y al que llegó, tras desviarse en dos ocasiones, atravesando los LLanos, gracias a las indicaciones que su padre le diera antes de partir.
Durante el camino, dos militares evitaron que un ratero del tres al cuarto le robara el poco dinero que portaba; el sueño le sorprendió sentada en una roca situada en un importante desnivel y a la que tuvo que subirse para poder huir de un grupo de perros abandonados; los pies estaban llenos de magulladuras y cortes propios de hacer un camino en malas condiciones completamente descalzada, algo que hizo siguiendo los consejos de su madre y, para colmo, a la llegada al Santuario, comprobó cómo aquella peregrinación se había convertido en una manifestación de lealtad al grupo de rebeldes que pretendía hacer derrocar a la República y que habían obligado a su compañero de la vida a alistarse en la tropa sin experiencia alguna.
Expuesto su voto y hecha su promesa, nadie reparó en la presencia de esa guapa morena que había subido sola al Santuario y sola se bajó del mismo.
Enfrascada en rezos, malos pensamientos y exhausta del camino, únicamente se detuvo en una taberna para que le sirvieran un café con el que poder terminar aquella travesía. Allí volvería a leer la carta que recibiera hace pocas semanas:
"Querida Juana: no sabes cómo desprecio el olor a pólvora que me ha hecho olvidar la alegría que me daba el perfume de tu piel fresca y clara. No sabes cómo desprecio el catre en el que duermo cuando recuerdo las madrugadas en las que la noche nos prestaba su sábana negra para resguardarnos del frio de la primavera. No sabes, querida, cuánto deseo que acabe esta absurda contienda de la que no entiendo nada y volvamos a pasear cogidos de la mano por aquellos campos en los que al amor y a ti os fui conociendo a la vez y con la misma intensidad. Sólo te pido que me ayudes con lo único en lo que creo puede ayudarme. Y es que ya sabes que en agosto se celebra en Cabra los Votos y Promesas a la Virgen de la Sierra, pues me has visto partir hacia allí casi todos los años con la compañía de mi padre y de mis tíos. Llévale una peseta, pide por mí y por nosotros, para que en poco tiempo volvamos juntos al Santuario para
darle las gracias por haber conducido de la mejor manera nuestro destino. Es lo único que tepido Juana, eso, y que te cuides. Un beso. Te quiere."
Quién sabe si Juana volvió al santuario de la mano de su marido o si este no se volvió loco y terminó mendigando las calles de cualquier ciudad olvidada de España, o si murió, que sería lo más probable.
Si sabemos que desde hace cien años, de manera oficial, y varios cientos de años, de manera menos documentada, los vecinos de Cabra y pueblos de alrededor tomaban la noche para arribar al santuario a primera hora y rendirle pleitesía a aquella Señora de la Sierra que, al menos, frente a frente, emociona y da esperanza, lo último que se pierde y que siempre se puede encontrar al postrarse en sus benditas plantas en aquel mágico lugar.
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