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Justicia en almoneda
30.03.16 - Escrito por: Javier Vilaplana Ruiz
Tengo que confesar que he coqueteado con alguno de los más extendidos vicios que asolan a mi generación: he jugado un par de partidos de pádel ?ese sustituto del golf para las pymes y los autónomos-; he participado en maratones de visionado de series de televisión hasta altas horas de la madrugada; me he equipado con toda suerte de complementos deportivos para salir a correr por la ciudad; o he jugado al póquer en una reunión de amigos. Y esto último ha sido lo que más me ha desagradado. No repetí. La partida -con sus faroles, su egoísmo patente, sus apuestas de dinero que se multiplica o volatiliza por puro azar encubierto de estrategia- me dejó la misma desazón que provoca ver el telediario un lunes.
Los naipes me recordaron que no me gusta dejar a la suerte las cuestiones trascendentales. "Con las cosas de comer no se juega" nos enseñaron nuestras abuelas, que venían de padecer las miserias de una posguerra que les había enseñado el valor de una austeridad bien entendida.
Me parece que, como dice el sociólogo César Rendueles en su ensayo SOCIOFOBIA, el mercado es una institución general que impregna la totalidad de la realidad social. Y no siempre fue así. Y no debería ser así.
Con estas reflexiones de fondo, hace unos días leí que, en la multiforme y variopinta voluntad de "regeneración de España" ?una fórmula que encierra no pocas medidas meramente paliativas que sólo tienen como fin colaborar a seguir manteniendo con vida el Sistema (así, con mayúscula, lo llamaría el escrito Menéndez Salmón)- se encuadraba una propuesta de "mejora de la financiación de la justicia" que fijaba su atención en el llamado "caso de Holanda" (se puede encontrar ese trabajo en la web www.politikon.es).
Partiendo de obvias premisas frente a las que resulta complicado estar en contra, como la afirmación de que "es más útil no centrarse tanto en el cuánto se gasta, sino en el cómo se gasta", la "científica" propuesta aludida trataba de justificar sus ideas con una aseveración ("en Holanda se gaste más y mejor en su administración de justicia") que más bien parece un ejercicio para tratar de ganarse, desde el primer momento, a todos aquellos lectores recelosos de quienes abogan por el recorte del gasto ?léase inversión- en los presupuestos destinados a servicios públicos ?léase, derechos-.
Muy sucintamente el sistema holandés se puede resumir en una negociación entre el Consejo Judicial -quien presenta al Ministerio de Justicia una estimación de carga de asuntos anual prevista- y el propio Ministerio, que asigna una partida presupuestaria a cada tribunal de acuerdo con esa negociación. Así las cosas, se realizan estimaciones del tiempo de trabajo y del coste de procesar los asuntos, es decir se fija un "precio por caso", de tal suerte que al terminar cada ejercicio se realiza una comparación entre cuántos asuntos se han resuelto y cuántos se habían presupuestados. Si el número de casos resueltos es mayor, el Ministerio de Justicia abona la diferencia y viceversa si los asuntos resueltos son menos que los previstos. Esta rendición de cuentas, eso sí, se ve respaldada por el control de un "auditor externo" -cabe legítimamente preguntarse, si será una de esas grandes compañías dedicadas a estos menesteres y que cuentan ya con no pocas tachas de falta de rigor, independencia o profesionalidad-.
El Consejo Judicial también debe alcanzar pactos con cada uno de los juzgados. En estos acuerdos, y basándose en los antecedentes del ejercicio anterior, se fija el número de casos que los tribunales van a resolver ese año. Al final de cada ejercicio se valoran los resultados de casos resueltos con premio/penalización por exceso o déficit de asuntos solucionados en relación con el presupuesto pactado. Todo ello, no se preocupen, con el control de la pertinente auditoría externa.
Se nos dice, en conclusión, que este exitoso sistema holandés genera incentivos "para un mejor desempeño en términos de celeridad en la terminación de los casos". Pero claro, como celeridad no es sinónimo de justicia (si bien, paradójicamente, tardanza sí puede significar iniquidad) se termina admitiendo que poner "el énfasis en la eficiencia y la rendición de cuentas de los juzgados debe ser complementado con otras medidas que aseguren la calidad de las decisiones judiciales". Así, se propone articular "indicadores de medición de calidad" como pueden ser (i) la "consistencia de las sentencias" (sea esto lo que sea y se valore como se valore); (ii) la "satisfacción de los usuarios" (ya se sabe, el cliente siempre tiene razón. Sin embargo, me pregunto a quién se le debe preguntar: a los que ganan o a quienes han perdido su pleito); (iii) o, y esto parece mucho más sensato y se viene realizando, el ratio de resoluciones confirmadas en apelación.
Que el azaroso mundo del mercado y sus reglas (sus auditores externos, sus castigos y premios económicos, sus presupuestos y precios, etc.) entre en el día a día de la administración de justicia puede enturbiar el correcto ejercicio de un poder público esencial. La propia independencia judicial podría verse seriamente afectada por la necesidad (o el incentivo) de los tribunales de tener que cumplir con el presupuesto de casos exigidos para cada ejercicio. El gobierno de los jueces podría caer en las mismas tentaciones que, tiempo atrás, otros actores del mercado tuvieron cuando colocaron activos y productos tóxicos a sus clientes con la esperanza de cumplir objetivos y de ser retribuidos o premiados por su actuación.
Sin duda, un mejor desempeño de lo público no puede identificarse ni con gestión privada ni con asunción, sin más, de las reglas del mercado (gestión a la maniera privada). La eficiencia de la administración (de la administración) de justicia no debería pasar por acomodar un poder público (un bien extra comercium como lo es la Justicia) a la lógica de la oferta y la demanda. Se deben explorar otras fórmulas que no parezcan una almoneda de sentencias y autos judiciales.
El profesor Rendueles nos recuerda que casi todas las sociedades tradicionales pusieron mucho cuidado en excluir del mercado algunos bienes y servicios esenciales como la tierra, los productos de primera necesidad o, y aquí incluyo yo, la administración (de la administración) de justicia.
Con las cosas de comer, ya se sabe, no se debe jugar.
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