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Presentación de La igualdad en rodaje, de Octavio Salazar Benítez
20.02.16 - Escrito por: Jesús Manuel Arroyo Tomé
Soy un hombre machista.
O, al menos, lo he sido, y desde hace ya tiempo lucho por erradicar todo posible resabio que, casi con toda seguridad, aún puede quedar en mí al respecto. Y confesarlo así en público ?puedo asegurarlo- me ha sido mucho más fácil de lo que fue ir admitiéndolo ante mí mismo a solas: diagnosticármelo.
Criar a mi hija, como ya lo hacen hoy tantos padres, en pie de absoluta igualdad con su madre hasta hacerme indistinto de esta, ha culminado un proceso que, no obstante, y con toda seguridad, ni siquiera habría comenzado sin la ayuda de mi pareja, sin su didactismo tenaz, sin las largas y acaloradas discusiones que entablábamos en los comienzos de nuestra convivencia, a veces casi puramente teóricas, al calor de alguna noticia relacionada con la cuestión en el telediario o en el periódico, pero otras, claro está, a cuenta de incidentes de la vida en común, del siempre delicado reparto de tareas domésticas, discusiones prolongadas hasta tarde y en las que uno se negaba a ver lo evidente y se acostaba enfurruñado y perplejo, queriendo negarlo todo pero, al mismo tiempo, notando con inquietud cómo algo se removía en su conciencia e intuyendo que lo que le parecía odioso pero imposible, era, en cambio, verdad: sí, uno ocultaba cierta noción de inferioridad de la mujer y no dejaba de poseer vagamente una visión tradicional de su papel en la sociedad. Y claro que todo ello era difícil de creer, porque, ¿cómo alguien que creía poseer sólidas convicciones políticas y sociales sobre la igualdad de todas las personas, podía aceptar que, este ideario, curiosamente, no incluía reivindicación alguna respecto a la mujer? Pero es que esa ha sido la tónica invariable de la historia moderna, tejida de revoluciones, avances, concesiones y cambios políticos y sociales que lograron, desde luego, ir ampliando derechos y libertades, aunque, eso sí, únicamente para el hombre.
Y es así como se van admitiendo cosas, pequeñas al principio pero seguidas de otras mayores que practican grietas en los muros ya insostenibles de nuestros prejuicios. Subvertir nuestra mirada al mundo, ir aceptando nuevas ideas y creencias cuando se llega a cierta edad, representa una de las tareas más difíciles que encontramos en la vida, pero es casi insoslayable en nuestro mundo actual, donde los cambios se suceden sin respiro. Tomar conciencia de que uno albergaba oculta, profunda e inconscientemente tics, prejuicios y principios machistas, resultó ser ese dato crucial escondido con habilidad por un narrador y al que accedemos al final de una película o novela, que nos permite interpretar ahora rectamente todo cuanto habíamos visto, y que hace girar con vértigo los hechos, su sentido y cariz. Pero, a fin de cuentas, no es esta sino una más de esas sorpresas que solemos llevarnos con nosotros mismos, uno de esos chascos que nos esconden con celo nuestra personalidad y hasta nuestro pasado: de ahí la peculiar perplejidad con que se hacen descubrimientos sobre uno mismo.
A pesar de que creo que no fui nunca machista en grado excesivo (poco tengo que ver con el varón autoritario y patriarcal), uno recapitula ahora abochornado, topando con episodios que no quisiera recordar: alguna burla deslizada a cuenta de la inteligencia de alguna compañera de clase o de trabajo, libros descartados solo por ser de una mujer... O bien rememora con pesar no haber aliviado la tarea doméstica de su madre tanto como debió, o, sencillamente, se acuerda de aquel tiempo en que consideró que la lucha por la dignidad de la mujer no le atañía... Pero no hay ya lugar para arrepentimientos ostensibles ni necesidad alguna de mortificarse en vano ni, menos aún, de caer en la tentación de adoptarlo como postura estética: está muy de moda esa hipocresía facilona de pedir perdón pero perseverar. Hay que empezar a trabajar con ahínco por no repetirlo y, antes que nada, por abrir bien los ojos y examinar nuestro comportamiento cada minuto del día: escrutarse intensa e indesmayablemente.
"Subvertir nuestra mirada al mundo, ir aceptando nuevas ideas y creencias cuando se llega a cierta edad, representa una de las tareas más difíciles que encontramos en la vida, pero es casi insoslayable en nuestro mundo actual, donde los cambios se suceden sin respiro".
Todo esto viene a cuento de la presentación del libro La igualdad en rodaje, de Octavio Salazar Benítez, que tuvo lugar el pasado viernes día 29 de enero en Cabra. Se trata de un ensayo que indaga en el tratamiento dado a la mujer en un amplio número de películas. El acto comenzó con la proyección de un vídeo compuesto de imágenes y banda sonora de algunas de las películas analizadas en el libro. A su conclusión, y charlando con desenfado, entraron en la sala presentador y presentado para iniciar un diálogo que dejó ver tanto la complicidad entre ambos como la facilidad y fluidez con que se mueven en el asunto tratado: de hecho, no vi a ninguno de los dos mirar papel alguno en todo el acto.
Por lo que respecta al autor, y aunque había oído hablar de él, no lo conocía personalmente. La primera impresión que tuve, quizás por deformación profesional, fue la de que Octavio Salazar es, con toda seguridad, uno de esos profesores a los que uno quisiera parecerse y del que hubiera estado encantado de ser alumno: desde el primer momento, argumentó con abrumadora solidez, con la naturalidad del que ha transitado el asunto horas y horas, con esa holgura apasionada de quien no solo ha leído mucho sobre el tema, sino que ha dedicado, además, bastante más tiempo a pensar en él. Hablaba y hablaba, y de su conversación fácil brotaban pertinentes citas, datos demoledores, así como los más poderosos argumentos para desmontar las actitudes discriminatorias de estas películas (presentes, incluso, en directores de los que uno en principio no sospecharía). Lejos de encastillarse en un frío academicismo, uno sospecha que Octavio Salazar ha meditado con hondura la igualdad, la ha interiorizado poderosamente y la vive ahora jubiloso y vigilante en cada instante de su vida diaria.
Al autor le dio la réplica Javier Vilaplana, quien, debo decir antes de nada, es amigo mío: es algo que creo debe saber el lector, como también debe tener en cuenta que la amistad puede ser un arma de doble filo, pues si por un lado nos sentimos inmediatamente inclinados a elogiar a aquellos por los que sentimos afecto, por otra parte, a veces ese cariño puede llevarnos también a recelar o hasta regatearles calidad: al fin y al cabo, nos parece improbable que un amigo nuestro reúna esos méritos. El caso es que, en mi opinión, Javier fue un magnífico interlocutor: dirigió la charla con eficacia y discreción, la recondujo cuando se iba demasiado lejos, atajó dispersiones inevitables, sin dejar de aportar comentarios humorísticos, y matizó al autor cuando consideró que algo no había quedado suficientemente claro...
Sin necesidad de que nadie marcara el final de la exposición, se abrió con espontaneidad un coloquio donde se discutió ampliamente: la preocupación de los padres por películas y dibujos de claros sesgos machistas que sin remedio ven sus hijos, la asociación de neoliberalismo y patriarcado, la urgencia de enseñar a interpretar imágenes... El autor escuchó cada intervención o pregunta con cuidadosa atención y respondió con gran miramiento a opiniones incluso de las que uno intuía que disentía profundamente.
Cuando salimos a la noche casi lluviosa y siempre gozosa del viernes, mi mujer y yo caminamos apresuradamente en busca del coche, con ese placer que supone en toda pareja compartir intereses y entusiasmos, poseídos de la felicidad inigualable que produce la conjunción de talento, inteligencia y ética, agradecidos, en suma, ante el noble afán de quien quiere ser mejor persona y hacer el mundo un poco más justo.
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