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Un cuadro para la Educación
23.11.15 - Escrito por: José Manuel Jiménez Migueles
Son las ocho y cuarto de la mañana. El frío de hoy, como el de ayer, agrieta las manos de quien al abrir el portón de metal permite que cientos de alumnos y docenas de profesores comiencen su jornada de trabajo. La jacaranda del patio se viste mustia estos días. La flor del naranjo aún duerme y las sombras que caen de las moreras son como glaciares oscuros que evitas atravesar. El rugir discreto de la caldera calienta el cuerpo, y se agradece. Pero adormece las ideas y el ánimo, haciendo que en estos primeros días del frío sea un reto captar la atención hasta de ti mismo.
Es en ese momento, cuando no han pasado ni diez minutos de la primera clase y estás luchando casi en vano contra la huelga de párpados caídos que treinta y tantos jóvenes te manifiestan con descaro, cuando oyes la misma voz de todas las mañanas. Son los compañeros de Educación Física que, con el ánimo, la alegría y el empuje que no dan sus seis décadas de vida ni sus más de treinta años de servicio, sino la entrega abnegada al cumplimiento de una vocación, motivan a sus alumnos para que la humedad acumulada durante la noche no entumezca huesos ni cerebro.
Durante estos años han enseñado a miles de jóvenes a remar a contracorriente, a escalar dificultades, a sortear obstáculos con la ayuda de unos esquíes, a manejarse con precisión por los senderos de nuestra tierra, a conocer las reglas de deportes de equipo como el hockey, el balonmano o el voleibol así como a entender el compromiso personal que supone la superación de cualquier reto individual, por muy larga o cuesta arriba que sea la recta final. Y todo, con una sonrisa. Siempre la misma sonrisa.
Pero el tiempo pasa, y la jubilación se acerca. Y aunque alegran las recompensas ajenas, a uno le arrebata la nostalgia cuando se imagina el tiempo que vendrá después del merecido reconocimiento que los compañeros brindemos a los que parten definitivamente de sus aulas. Por ellos, como por los que se fueron y por los que se irán, brindaremos para que disfruten de las muchas horas que tendrán sus días, con la ilusión de que se acuerden de nosotros cada vez que las vean marcar en el reloj con el que sus compañeros agradecemos su hoja de servicios.
Y ya está. Seremos nosotros los que haremos que su legado siga vivo durante muchos años. Lamentablemente, no nos podemos permitir el dispendio que sí se permiten las administraciones públicas de nuestro país, que han reconocido haber invertido casi dos millones de euros en retratos de nuestros ministros que cuelgan en las paredes de los ministerios. Cuando uno piensa que el retrato de José Bono costó la friolera de 82.600 euros o que Mariano Rajoy está retratado en los ministerios de Educación, Interior, Administraciones Públicas, Presidencia del Gobierno y, pronto, como Presidente del Gobierno, imagino que en el Congreso de los Diputados, siente asco y vergüenza porque ninguna institución cultural pública de nuestro país pujara por dos cuadros de Julio Romero de Torres que fueron subastados el año pasado por 60.000 y 30.000 euros.
Pero más indignación me causa el constatar cómo la función pública olvida a sus mejores trabajadores y proyecta, a través del pincel, la labor de otros. Y que conste que no queremos cuadros. Que nos conformamos con que los retratados sean capaces de abocetar una Ley de Educación consensuada y justa para que cada día que se abra el portón de metal nos sintamos respaldados por un estado que nos reconoce, nos valora y nos protege. El sueño no cumplido de todo profesor que se jubila.
Ya nos encargaremos nosotros de dejar huella sin manchar lienzos.
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