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SOLEDAD
19.03.13 - Escrito por: Por Mateo Olaya Marín
Siempre que la Soledad se presenta en besamanos, quisiéramos para nosotros todas las horas posibles para estar junto a Ella. Quisiéramos todas las luces para iluminar hasta la arista más invisible de la belleza más visible, hasta el matiz más perdido de la hermosura más evidente. Quisiéramos el tiempo detenido para congelar nuestro propio asombro; preguntarnos cuánto dolor apresan esas manos, cuántos sueños pueden verse reflejados en el cristal de sus ojos vidriosos, sobre los que nace el precipicio de su maternal sacrificio.
Otra vez más, Ella frente a nosotros y siempre nos parece más bella que la última vez. Siempre la Soledad con su respiración entrecortada, con ese llanto externo e interno, esas lágrimas que parecen caer más en abundancia en su corazón, que por sus mejillas. La Soledad es el silencio que se clava en su mirada, ese instante suspendido en el que pareciera como si nos estuviera hablando. El hecho de contemplarla ya es una música en sí misma, una hermosa e infinita plegaria de arpegios y acordes.
Es María de carne y madera, la belleza de la ausencia, la belleza de una mirada que abraza a todo un pueblo, la belleza del más cruel arrebato, del trágico momento de la muerte. La misma belleza encarnada en una piel de alabastro, que en la mañana clara del Sábado Santo pinta sobre nuestros ojos destellos de azucenas y azabaches. La belleza que seca el pañuelo del dolor, la belleza que tiende la mano en una soleá eterna sobre la partitura. Y allí está, como siempre erguida, aturdida, digna, en pie, mayestática, con su mirada hacia el frente por los siglos de los siglos, para toda la eternidad.
Soledad. La Soledad es la compañía para el que camina solo; el consuelo para el que se siente inconsolable; la raíz para quien apenas se puede mantener en pie, ojos de esperanza para el errático, labios para el que no encuentra palabras que den razón a su vida. Es la Soledad en el cielo; la Soledad en la tierra.
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