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Quiero que sepas...
27.03.15 - Escrito por: Mateo Olaya Marín
Llegué a pensar muchas veces cómo serías, cómo se abrirían tus ojos, qué arco de candidez dibujaría tu menuda sonrisa. Llegué a escribirte en aquel "Retrato de ilusión", en esos días que descontaban sus hojas, con el latir impaciente de la espera y con tu latir marcando ya los mejores impulsos del regazo de tu madre. Llegué a soñarte y aquí estás. Aquí te tengo... te tenemos.
¿Sabes? Algún día leerás esto con la suficiente distancia para comprenderlo todo. Entenderás qué extraño ritmo se apodera de las calles de tu pueblo, en un pausado pero incesante torrente de ilusión que va impregnando hasta la cal de las paredes. Los olores te serán tan familiares que sabrás que la canela y el limón habrán de fusionarse para procurarnos ese dulce elixir de los días previos a la Semana Santa; y que la vainilla y el romero se evaporarán en el incienso que asalta en cada esquina.
En tu Semana Santa muy pronto anidará lo esencial y nada más importará. En la pureza de tus ojos se reflejarán el Señor y la Virgen. Con tus dedos los señalarás, como en ese imaginario Macondo de Gabriel García Márquez, donde las cosas eran tan nuevas que carecían de nombre para identificarlas. Con tus besos al aire los verás pasar. Con tus labios reproducirás el redoble del tambor y la música que conquistan las calles como un auténtico gozo de clarinetes y trompetas. Para mí, en tus rosáceas mejillas cabrá el mayor beso del mundo cuando la tibia tarde de primavera caiga pintando con su cálida luz los campanarios de las iglesias. Y es que, te prometo, que no hay mejores atardeceres que aquellos que se viven cuando los pajarillos revolotean sobre el cielo y se adivinan los primeros capuchones. Trae el aire esa luz y ese aroma tan especiales, que sólo puede entenderlo quien lo ha vivido.
Pasará el tiempo y aprenderás que la Semana Santa es bastante más que la ostentación, que la vanidad y que la superficialidad con que muchos pretenden mancillarla y criticarla sin saber ni un ápice de su verdadera grandeza. Porque la Semana Santa verdaderamente reside en nuestro interior, en ese sitio oculto que guarda el corazón y que se abre porque así lo dicta el azul de Domingo de Ramos, en ese lugar que encierra nuestro pueblo donde la memoria llega para emocionarnos; reside en la cola de un palio cuando su silueta se diluye en el horizonte; reside en los candelabros que anuncian que está el Señor en la calle; reside en unos rompevelos que clavan su rumor sobre las estrellas de la noche; reside en esa túnica almidonada que irás viendo cómo se ciñe en el cuerpo de tu madre y en el vuelo que provocan sus colores blanco y rojo.
Quédate con todo lo que se muestra en su más pura esencia y autenticidad. Quédate con ello porque quiero que aprendas ese silencio que abriga el abrazo de un crucificado. Quiero que aprendas, que la Virgen lleva siempre ese pañuelo para que lo cojas, le des la mano, la beses, le digas algo y le seques sus lágrimas. Quiero que aprendas la sencillez de ese Cristo arrodillado que ya espera su prendimiento en un templo de olivos.
Por eso, yo quiero estrechar tu mano, y la de tu madre, para que juntos descubramos, cada año, la Semana Santa de nuestro pueblo.
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