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El olor del dinero
18.11.2007 - Escrito por: Eduardo Luna Arroyo
Volví los ojos y unos labios mojados y más rojos de la cuenta, besaron levemente mis labios y saboreé el olor del dinero, un olor que a veces da hasta vergüenza, que a veces es un huracán que arrasa almas en paro y roba almas a la orilla de la desesperación. Y allí estaba Lola, en la entrada de Epopeya, ella era la prostituta más lujosa de la calle, aquella que se alumbra con los faros de los que roban su feminidad. El beso fue rápido y fugaz. La conocí una noche tan cerrada que hasta mirar al cielo daba miedo. Allí estaba en las escaleras, llorando “rimmel” y maquillando con las manos un morado en su ojo derecho. Los tacones se le habían roto corriendo y en el bolso sólo tenía la valentía y la bandera de su condición de mujer. Desde aquel día, Lola fue para mí más mujer y más oferta del día en grandes superficies de lujo. Iba a coger el metro y me preguntó, si antes de partir quería tomar un café caliente con un par de azucarillos de amabilidad, algo de lo que ella carecía en su trato con los cuerpos que cada noche yacían en sus pechos jóvenes y calientes. En el primer sorbo de café, Lola, agarró mi mano y me pidió perdón, sus ojos eran dos lagos de luz y una amargura contenida. Fue una jornada difícil, pero uno de sus clientes, un diputado relevante del congreso, mientras gemía sin sentimientos le prometió que algún día las putas tendrían seguro, se lo repitió, según Lola, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.
Una ley para nosotras me decía con lágrimas en los ojos, esperando el último suspiro de su corazón para salir. Una ley que nos protegerá, nos auxiliará de los indeseables que nos explotan, de aquellos que trafican con niñas y niños pequeños en este país de caricatura. Lola, soñaba con las palabras del diputado, que dos veces en semana teñía su cama de promesas y en el último espacio entre el amor y el sexo, la lujuria y el objeto, el dolor y la pérdida de valores, la hacía viajar allí dónde de momento su bono de metro imaginario nunca llegaría, -la ley para la protección de la prostitutas-. Pasaron unas semanas y un jueves cualquiera, junto al bar de Harry una mano con olor a perfume barato, cegó mis ojos y me preguntó suavemente, ¿quién soy escritor de poca-monta? Era Lola, su desesperación no la dejaba hablar, la abracé con todo mi optimismo moderado y la besé en la frente. Su pelo negro se deslizaba por mi pecho y su abrigo y el mío nos hacían uno. Temblando, entre sollozos, se derrumbó,-me ha dicho que no, me ha dicho que no, que este país no está preparado para eso, que las putas sois eso, putas-. Miles de mujeres como ella por necesidad, venden su sagrada virtud, venden la sonrisa de sus padres, sus hijos naufragan por los retretes, nunca huelen bien, su olor es el olor del dinero, su vida es el frío espacio dónde cada día abren el paraíso de su dignidad. La invité a pasear y ella aceptó, cogió mi brazo y sintió por unos momentos que un hombre la respetaba, la hacía sentirse viva, la quería.
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