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El despertar de Pepita

27.08.12 - Escrito por: José Manuel Jiménez Migueles

El día se había amanecido con arte. Desde su almohada, podía adivinar como un cálido haz de luz pugnaba pos vencer aquella desgastada y vieja tela que, desde hacía unos meses, sus tres hijos colocaron en su cuarto para darle sombra, fresco e intimidad. Luz poderosa de finales de agosto que, como no podía ser de otra manera, terminaba dibujando de verano cada uno de los rincones de su pequeña estancia. Recostarse en su almohada y contemplar durante varios minutos el perfil que se adivinaba tras las rejas de su ventana era uno de los escasos placeres que le quedaban a Pepita en su vejez. Como si el sueño continuara ya despierta, sus añoranzas, ilusiones y miedos revivían a diario en su mente cinco segundos después de despertar. Siempre así. Un día tras otro. Su matrimonio. Sus hijos. Sus nietos. Sus 86 años. Y sólo había una manera de calmar aquel frenesí de melancolía: mirar a aquella ventana, observar, a lo lejos, el perfil de aquel monte escarpado, poner los ojos en su Santuario y rezarle a su Madre bendita de la Sierra. Sólo así, desde aquel mirador a la Madre de Dios, encontraba la paz y el consuelo que precisaba para poner pie en tierra y seguir escribiendo el capítulo de su vida que más se le estaba atragantando, el epílogo.

Pero hoy, el día se había amanecido con arte. En realidad, el día era igual que el anterior. E igual que casi todos los que llevaba de verano. A pesar de la bóveda celeste que hoy cubría el cielo, la que se había levantado con arte era Pepita. A pocos días de septiembre, ella tenía una promesa que cumplir. Más que promesa, un reto. Una aspiración de la que no podrían enterarse sus hijos, pues con toda probabilidad le habrían prohibido tajantemente llevarla a cabo. No necesitaba mucho: calzado cómodo, ropa fresquita, un recio bastón, un desgastado rosario, mucha voluntad, bastante sigilo y, por si acaso, el carné de identidad. El reto, qué locura a sus 86, era entrenar. Andar. Andar mucho. Coger fuerza y vitalidad para poder hacer, cuatro semanas después, el camino desde el lugar en el que vivía hasta la Parroquia de la Asunción y Ángeles, pues ese día tenía un último propósito que cumplir y una sorpresa que regalar.

Y allá que se lanzó Pepita día tras día a recorrer, sin que nadie se percatara de ella, unas decenas de metros que a la semana ya se convirtieron en cientos, lo que la hacía confiar en que iba a poder cumplir con su empresa. Hubo una mañana en la que se atrevió a llegar a las mismas puertas de la Parroquia de Nuestra Señora de la Soledad, a rendir pleitesía a la que tanto llevaba sin ver y que tantas veces había sido santa protectora de sus desvelos, como buena vecina de la calle La Cruz que había sido en su niñez. Cerrada a cal y canto, no se desilusionó, que se conformó con sentirla cerca. La cuestión es que, sin que sus hijos se enteraran de nada, Pepita llegó a estar realmente convencida de que el esperado 21 de septiembre ella iba a poder con aquella calle Mayor para coger el banco que más cerquita estuviera de su bendita Madre de la Sierra, a la que pocos días antes había visto por Atalaya Televisión cruzar los arcos de su ciudad. Y es que, fatigada del esfuerzo, Pepita había declinado la proposición de su hijo Paco, el mayor, para salir a recibir a la Patrona el día 4, alegando problemas de rodilla.

Y allá que llegaron las 10 horas de la mañana del 21 del mes de Cabra. Las puertas de la Asunción y Ángeles se abrían para comenzar una jornada repleta de cultos y actos y Pepita ya luchaba con un último escalón que habría sido imposible de superar sin la ayuda del muchacho que acudió a socorrerla, con rapidez y generosidad, y acompañarla hasta aquel primer banco con el que había soñado cada mañana al despertar.

¡Madre de Dios qué bonita estás!¡Qué de flores tienes, Reina mía!¡ Repetía Pepita mientras era incapaz de encontrar un pañuelo con el que desahogar tanta lágrima. Era el día y la hora. Y Pepita lo había conseguido: su hijo Jesús, el más pequeño, presentaba hoy a su nieta recién nacida a los pies de María Santísima de la Sierra y para nada sospechaba que su madre, a pesar de los mil dolores de huesos y los achaques con los que les había exagerado durante esa última semana, iba a estar allí, sentada la primera, presumiendo de nieta y agradeciéndole a Dios este último servicio. Regocijándose estaba en sus pensamientos cuando escucho aquel atronador "¡Abuela!" que salía de los labios de su primer nieto y que le rasgó el corazón. Esos siete años tan pequeños y tan rubios, saltando a su alrededor, comiéndosela a besos y abrazándola con todas sus fuerzas, mientras su hijo observaba estupefacto la escena, fue, con diferencia, el mejor momento de su vida.

Allí estaba. Tras la pequeña bronca inicial de su hijo por hacerle ver que estaba enferma y las respectivas explicaciones, allí estaba Pepita sentada la primera, deseando contemplar el momento en que su Virgen de la Sierra sonriera a esa pequeña de seis meses que le robaba el corazón. Fue una mañana gloriosa. Dio las gracias por todo. Rezó como nunca. Recibió la comunión y encendió, con su nieto, la vela más gorda de todas las que se vendían en el velario. Compraron estampitas y un rosario nuevo y almorzaron juntos, sus dos hijos, sus dos nueras y sus dos nietos. Faltaba su Antonio, pero ay, qué pronto se fue de este mundo.

La historia de Pepita representa la historia de muchas mujeres y hombres que conciben el mes de septiembre como un privilegio que tienen los de Cabra para hablar con la Virgen cara a cara. La fortaleza de su fe, su devoción infranqueable hacía la Señora del Picacho, les motiva a realizar esfuerzos que, muy posiblemente, ninguna otra cosa y ningún otro ser del mundo les empujara a ello. Es la historia de Pepita, que al retornar a su cama volvió a despertar la siguiente mañana con esa sensación de tristeza y melancolía con la que despertaba antaño. Ya no había reto. Ni había esperanza. Y andar unos escasos metros le suponía el esfuerzo que antes no consideraba. Ya no le quedaba ni mirar hacia el Santuario como hacía cada mañana, que ni tan siquiera su Madre de la Sierra estaba allí en aquel duro amanecer del 22 de septiembre. Fue entonces cuando las paredes de aquel asilo se convirtieron en la cárcel tortuosa que le pareció cuando lo pisó por vez primera, hace ahora seis meses, y de manera voluntaria, cuando su Jesús le insinuó que con la llegada de su nueva hija hacía falta el dormitorio que durante años ella ocupó.

Así se apagó Pepita hasta consumirse. Hoy, a la vera de la madre de Dios, y junto al alma de su Antonio, es feliz.

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