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Los pueblos del Sur de Córdoba
27.07.12 - Escrito por: Araceli Granados Sancho
No es muy atractiva la entrada de Aguilar de la Frontera desde Monturque. Las naves industriales están poco cuidadas, y no son fotograma de interés para el que pasa hacia Córdoba, por la carretera vieja, sin finalidad de detenerse. Yo siempre tuve asociado este pueblo a uno o dos veranos que fui allí con mi madre y con mi hermano mayor a la pela del ajo. Los recuerdos no eran malos, tampoco buenos. Siempre lo recordé por esta actividad, dado que nunca me había atrevido a entrar en sus calles. Están las calles tan acicaladas que parece que, por allí, la prima de riesgo no está a siete puntos, o a lo mejor por esto los aguilarenses, que no son ociosos, en los ratos que le dejan las labores de la viña pintan sus fachadas y sus rejas para que su casa luzca bien. Es una gozada andar sus calles para el que guste de este recreo barato, y hablar con ellos, pues son gente amable y cuidadosa con el extraño. Conservan algunas calles adoquinadas, y el autobús de Carrera todavía se para en la calle interrumpiendo el tráfico para dejar y recoger viajeros. Estas cosas ya no pasan en Cabra.
Es lastimoso que las iglesias estén cerradas y sólo abran a hora de misa, cosa habitual no sólo en este pueblo. Tendrás que ser avispado para verlas todas, o ir varios días, por la eventualidad de la utilización de unos u otros templos, según los días de la semana, para este bendito quehacer. Este es su principal atractivo. Merece la pena ir a verlas, sea uno religioso o no, porque tienen sus peculiaridades y son bellas, aunque el paso del tiempo no es en balde para ellas. Esta vez sólo pude ver la del Soterraño, y tuve que ir en horario de misa, y aunque ya la había visto antes, descubrí que las joyas necesitan siempre segundas oportunidades.
Su emplazamiento es un lugar para lo Sagrado, ya que está en una elevación del terreno. Desde su portada más centrada, que es una magnifica muestra del plateresco, mirando hacia el exterior, puedes ver las viñas vestidas de verde y los campos amarillos tras la recogida del cereal. El templo tiene para media hora como mínimo, porque las capillas laterales al altar y adosadas al templo son atractivas. Este templo parece gótico, por las columnas que soportan sus tres naves, aunque estan adornadas con columnas adosadas que son clásicas. Las capillas del lado del Evangelio tienen retablos barrocos muy elegantes en su sencillez; y la que está cerca de la entrada de la sacristía tiene una cúpula con decoración escultórica en blanco y azul muy llamativa. En ésta me gustaron mucho los angelotes barrocos con instrumentos musicales en posturas diversas.
Otra de sus capillas más grandes está a los pies del templo. Aloja a Jesús Nazareno y su cúpula es bonita, aunque no supera a la de la capilla que hay a la izquierda de la cabecera. Esta última es fácil de reconocer, porque tiene una Última Cena en el frontal, y las esculturas que están adosadas al muro son de un tamaño tal, que te sientes más pequeño allí sentado mientras oyes el "mantra" que los feligreses recitan antes de la misa.
El retablo mayor ?barroco? cumple muy bien la función de focalizar la vista en el sitio de celebración de la eucaristía. Quizá el coro no sea lo mejor del templo, pero también lo tiene, y parece bien conservado. El párroco, que no parece gustar de quien mira su templo con ojos de análisis y no de fe, me dijo que era una parroquia catedralicia. Esto todavía suena muy importante; en su momento debió inaugurar una estela de influencia que aún hoy se sospecha.
Recuerdo haber visto en otra ocasión una iglesia en la calle Moralejo, la Conventual de los Carmelitas, que me gustó mucho en su recogimiento y decoración. Pero mi flaca memoria ya no me deja describirla. Pudiendo buscar las fotos, voy a dejar que sólo quede la grata impresión de la belleza marchita, hasta que mi quehacer me deje ir de nuevo a verla.
El que no guste de iglesias ya se habrá retirado, así que debería haber hablado antes de la torre del reloj y de la plaza ochavada, que son monumentos civiles. Es un poco sorpresivo ir caminando por Aguilar y, de pronto, entrar en la plaza que aloja la torre del reloj, de la que uno no espera que nazca del suelo sin estancia que la soporte. Es una cosa cuanto menos curiosa. Estos días también puedes ver allí dos cigüeñas vigilantes.
El frescor de la mañana es más intenso y agradable sentado en los soportales de la plaza de San José. Allí estás distrayéndote con el ir y venir de los parroquianos, mientras observas que la homogeneidad de la plaza se rompe por el diferente tono de verde de las persianas, en las dos hileras de ventanas que están encima de los soportales clásicos. Sería asfixiante si no fuera por los cuatros arcos, que son las vías de salida hacia no se sabe dónde.
Cuando se vive fuera de Cabra, uno siente curiosidad por lo que tiene el lugar nuevo en su derredor, pero siendo egabrense de los que viven en Cabra, a veces no reparas en ello. Deseas ir a Nueva York, ahora que está de moda, pero no se te ocurrió ir a Zuheros. Seguro que este fallo sólo es propio; lo comento, por si alguien es tan fastidiosamente incrédulo como yo era.
Paul Theroux, autor de La costa de los mosquitos y empedernido viajero, avisa en un suplemento cultural, de estos dias pasados, sobre cómo el espíritu viajero te enriquece en lugares muy cercanos a tu casa, en los que descubres aspectos diferentes que la rutina había naturalizado y que ya relativizarás siempre.
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