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LAS MUJERES Y LAS ACADEMIAS
06.03.12 - A VUELTAS CON EL PATRIMONIO - Escrito por: Lourdes Pérez Moral
Cinco aspirantes para ocupar la vacante de Pedro Antonio de Alarcón en la Real Academia Española. Un distinguido autor, un notable crítico, un inspirado poeta, un célebre maestro y un erudito catedrático pero ¿por qué no Emilia Pardo Bazán? y, ya puestos, ¿por qué no Rosario Falcó para la de Historia ó Concepción Arenal para la de Ciencias Morales y Políticas?. Dada la elevada posición de las insinuadas que no aspirantes, la cuestión fue comidilla en la prensa aunque también en salones y tertulias más o menos literarias. Sólo habían transcurrido cuatro décadas desde que la Avellaneda fue vencida con una frase que la dejó fuera: “yo no tengo inconveniente en votarla pero, antes, que nos presente el certificado de libertad de quintas”.
No recuerdo haber leído que empleara pseudónimos (bueno me apuntan “Currita Albornoz”) pero en aquella ocasión sí lo hizo. Un tal Eleuterio Fylogino publicaba en 1891 Las mujeres y las academias: cuestión social inocente. La cubierta ya delataba al autor quien tampoco tuvo empeño en disimular la paternidad de este folleto. Era Juan Valera. Después de una no muy extensa disertación y, como le asaltaban “en tropel las objeciones”, concretó: “los que piden que las haya, sin que penetremos en el sagrado de sus intenciones, nos parecen movidos, más que por galantería y por admiración hacia determinadas señoras, por el deseo de vejar á los académicos y de ridiculizar, desorganizar y echar á broma sus juntas, comisiones y trabajos (…) las señoras sabias, verdaderamente sabias, que por dicha las hay, comprenden y sienten tan bien lo expuesto, que si los académicos incurriesen en la imperdonable ligereza de elegirlas sin consultarlas, ellas se verían en grandísimo apuro, y al cabo se decidirían á desairar á los académicos, y renunciarían el cargo, como no fuesen víctimas de alguna alucinación (…) si los que censuran á los académicos porque no hacen andrógynas las Academias, y si los que tratan de levantar de cascos á las señoras para que aspiren á un sillón, proceden con malicia, yo los censuro, pero he de confesar que tienen mucho chiste (…) no hay la menor ofensa contra la mujer en sostener que su ingreso en toda Academia perjudicaría á la Academia. A menudo, de dos cosas excelentes por separado, resulta una mezcla abominable. El vino es exquisito y el agua es deliciosa; mas para mi gusto al menos, nada hay peor que el vino aguado (…) las reuniones de personas de ambos sexos son amenísimas, cuando el uso las autoriza y tienen un fin adecuado pero, francamente, no veo que ya estén bastante maduros los frutos de la civilización para que haya corporaciones científicas oficiales y bisexuales. ¿Por qué ha de empezar esta innovación por las Academias? ¿Por qué no empieza por los Ayuntamientos, Diputaciones provinciales, Sociedades Económicas de Amigos del país, Consejos y Cuerpos colegisladores? (…) el espíritu de la mujer no es neutro, es femenino. No es inferior, pero es diferente del espíritu del hombre. Si traemos á la mujer á las Academias de hombres, tal vez encadenemos y amoldemos su espíritu al nuestro, despojándole de originalidad y esterilizándole. Lo mejor, pues, es crear Academias de mujeres, donde ellas inventen nueva ciencia, ó mejor dicho, completen la nuestra, que no es más que la mitad hasta ahora (…) desistamos de la prosaica y rastrera idea de las Academias bisexuales (…) podemos afirmar que no hay contradicción entre todo lo dicho y la aprobación que damos al nombramiento de académicas honorarias. Tal nombramiento es sólo una fineza que los académicos pueden hacer á las damas ingeniosas ó eruditas, sin deshacer el organismo de las Academias. Por el contrario, si las eligiesen de número, ó las Academias perderían uno de sus más importantes privilegios ó podrían ir al Senado seis senadoras”.
Clarín, como no podía ser menos, opinó que “el amigo Eleuterio tiene razón (…) hacerlas académicas es igualarlas al hombre poniéndoles pantalones hasta los pies y levita (…) si hoy hacemos académicas a tres que valen, mañana pedirán plaza las muchas que creen merecerla y tienen amigos (…) no cabe duda que hay mujeres de mucho talento pero, sin ofender a nadie, no cabe duda que, en general, comparadas con los hombres, se quedan tamañitas. Lo que son ellas más guapas. Y no todas ¡porque haya cada coco!. Pero para listos, nosotros”. Por regla general, esta postura no fue compartida y algunos como Vidart hacían notar que “el ingenio agudísimo y la gran erudición, entre otros, de don Juan, desde hace algún tiempo, se emplea en defender malas causas. Yo las acepto sin vacilar aun cuando los académicos se mueran de amor por sus compañeras de clase”. Otros en cambio como Narciso Campillo, asiduo a las tertulias organizadas por Valera, no quiso insistir en el asunto (“por ser tan claro”) pero sí extenderlo a la educación: “el talento, el deseo de saber y la instrucción, no son propiedad exclusiva de este ó el otro sexo (…) si el Estado admite matrícula de señoritas para toda clase de estudios, implícita va la autorización para ejercerlas (…) no olvidemos que las alumnas aventajan casi siempre a los alumnos en aplicación y muchas veces en capacidad”. Por el contrario, Rafael M. de Labra, fue más allá: “soy de los que reconocen en la mujer, la misma condición social y política que en el hombre (…) creo que los derechos de la mujer en su esencia son iguales a los del hombre, sin embargo, la consagración será obra del siglo venidero: la mujer despachando recetas las boticas, prestando asistencia a los enfermos, informando en los estrados de los tribunales, votando en los comicios, enseñando en las cátedras, ocupando los sillones académicos y hasta la mujer en los campos de batalla, esta será la mujer del siglo XX”.
Y, ¿qué fue de ellas?. Concepción Arenal no necesitó de la investidura académica para figurar entre los jurisconsultos más eximios. Rosario Falcó siguió transcribiendo y publicando los documentos del archivo de la Casa de Alba, en particular, los referentes a Cristóbal Colón. Emilia Pardo Bazán por más que fuera la primera mujer en presidir una de las secciones del ateneo madrileño y la primera también en ocupar una cátedra en la Universidad Central de Madrid, por tres veces fue propuesta y por tres veces rechazada pero tuvo a bien dejar constancia que “don Juan, en la libertad de la confianza, hablaba con gracia y malicia erudita, con fuego cuando se discutía y, si bien rara vez estábamos de acuerdo, yo lo escuchaba con encanto”.
Don Juan. Su ingenio finísimo agotó en este folleto todos los argumentos que apoyaban su tesis, ya fueran filosóficos, derrochando ironía incluso apuntando un conflicto político constitucional; llegó a tomar en serio el asunto pero su escepticismo le hizo sonreír. Claro que algunos de los argumentos empleados caen por los suelos aunque subsisten otros en contra de las academias en general. Cuando volvió a plantearse la cuestión, casi tres décadas después, un prometedor pedagogo dijo: “acaso porque las conocía bien, temía a las mujeres en la Academia, cuya laboriosidad, austeridad y objetividad acabarían aquellas perturbando. Los tiempos no daban otra cosa ni aun en el cerebro de los más altos ingenios pero no se trata de jugar a damas y galanes sino, puesto que los tiempos traen la igualdad, de contrastar seriamente, serenamente, las obras y los merecimientos de los y las escritores aspirantes”.
Eran también otros tiempos y la aceptación no llegó hasta 1978 cuando Carmen Conde fue admitida en la Real Academia Española. Ironizó al asegurar que su papel en ella sería la de “propiciar la entrada de otra más. No me voy a quedar yo aquí de maestra” para después reconocer que ocupaba el puesto que hubiera debido corresponder a María Moliner (“una académica sin sillón”) y no olvidó hacer una alusión inicial en su discurso de ingreso: “mis primeras palabras son de agradecimiento a vuestra generosidad al elegirme para un puesto que, secularmente, no se concedió a ninguna de nuestras grandes escritoras ya desaparecidas. Permitid que manifieste mi homenaje de admiración y respeto a sus obras. Vuestra noble decisión pone fin a una tan injusta como vetusta discriminación literaria”.
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