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Concierto de “Héroes del Silencio” el pasado 20 de octubre en el Estadio Olímpico de La Cartuja en Sevilla

UNA COLABORACIÓN DE MATEO OLAYA MARÍN - Escrito por:

El rock nos ofrece en muchas ocasiones un ejercicio de nostalgia, de vuelta al ayer, de recuerdos que van y vienen con la misma frescura de algo recién nacido. Es el poder de míticas bandas del rock, que fraguan su leyenda con el único secreto del tiempo, porque todo lo demás ya lo dejaron plantado en su día de una forma tan magistral que, con los años, alcanza los valores de la magia y la trascendencia.

El concierto de “Héroes del Silencio” el pasado 20 de octubre en el Estadio Olímpico de La Cartuja en Sevilla fue una prueba inequívoca de la grandeza de esta zaragozana banda de rock, la más internacional de todas cuantas han nacido en nuestro país, y que sólo ha tenido un defecto: no haber nacido en Madrid para disponer de la licencia de los altivos críticos musicales, los mismos que ahora se arrodillan ante la aplastante evidencia de su calidad musical. Ironías aparte, lo que se produjo en el estadio sevillano aquella noche sobrepasó los niveles de devoción y mística que pudieran haberse calculado.

Sevilla era inundada por una marea de camisetas negras con el escudo de Héroes. Unas aparecían impregnadas con la estética de la actual gira; otros hacían gala de su veterano seguimiento con la exhibición de camisetas de solera, con más de diez años que hacían alusiones a anteriores giras entre excesos y avalanchas. Se hablaba en otro idioma, en un claro ejemplo de que la semiótica del rock se había apoderado de la ciudad hasta el punto de que al día siguiente, en unas crónicas cofradieras, el mismo José Cretario hablaba de los fans de Héroes como si fueran unos cofrades de ruán de la Hermandad del Silencio que presagiaban lo mejor.

A las 21:00 todo estaba listo. Un escenario de veinticinco metros de altura, con una pasarela infinita que terminaba en otro escenario, más pequeño, mirando a la inconmensurabilidad del estadio que albergaba a 72.000 personas. Adelantándose a lo propio en estos casos, el retraso de, mínimo, treinta minutos, el espectáculo empezó a las 21:10 con el sonido envolvente, en off, de la canción “Song to the siren” de “This Mortal Coil”. Se cumplía así el rito iniciático para entrar en esa liturgia tan propia de “Héroes”.

Los arpegios de “El estanque” arrancaron entre las sombras de Enrique Bunbury (solista) y Juan Valdivia (guitarra solista) cuando las 72.000 gargantas se abrieron y lanzaban al aire las voces que indicaban la alegría por verles. Ya en el ambiente se palpaban muchas emociones, lágrimas a raudales (no es un tópico, es lo que veía a mi alrededor) y gesticulaciones al ritmo de la primera canción que desplegaba la voz ampulosa y portentosa de Bunbury. Los temas proseguían en su interpretación y todo iba cuadrando a la perfección: Bunbury en un estado de forma impresionante tras haber sufrido un episodio gripal esa misma semana, escenificando las canciones como antaño, aunque con una dosis de maduración y comedimiento, y sentenciando con su inalcanzable voz las virtudes de un artista total; las guitarras de Valdivia y su hermano se conjugaban armónicamente, acometiendo intervalos nada comunes, que hacían de las melodías unos perfectos ejercicios musicales de modulaciones; Cardiel y Andreu, bajo y batería respectiv

amente, marcaban un sensacional ritmo que dotaba al conjunto de una solidez brutal sobre la que se erigirían las melodías frescas y bellas.

Tras himnos como “Deshacer el mundo”, “Mar adentro” u “Opio” y rarezas a modo de regalo para los fans de toda la vida -como “Bendecida”- el grupo se acercaba, al son de la presentación de su solista, al escenario pequeño para realizar el set acústico, donde las canciones íntimas, lentas, aplacarían la furia del respetable y pondrían a flote los rincones más sentimentales de cada uno de los asistentes. Tal es así que la escucha de “La herida”, con Bunbury a la armónica como si de un Bob Dylan se tratara, “No más lágrimas”, “Con nombre de guerra”, “Héroe de leyenda” o la versión de Más Birras de “Apuesta por el rock’roll” acercaron al escenario los acordes más lisonjeros.

De nuevo al gran escenario, la banda optó por ejecutar una serie de canciones revestidas por la fuerza y la energía del voluptuoso directo de guitarras eléctricas, como fueron los títulos de “Nuestros nombres”, “Iberia sumergida”, “Entre dos tierras” (con una exhibición de Valdivia) “El mar no cesa”, “Maldito duende” y “Avalancha”, precedido de un discurso provocativo de Bunbury, que no dejaba de mostrar su sorpresa ante la magnificencia de lo que sus ojos veían: un público ardiendo y enfervorizado que, por si todavía no había sucedido, cicatrizaba las heridas abiertas por aquella ruptura inesperada en el otoño de 1996.

En los bises el grupo quiso ofrecer al público una sorpresa: la presencia en el escenario del famoso guitarrista de Rox Music, Phil Manzanera, que fue productor de dos de los cuatro discos de Héroes en estudio. Con él se interpretaron “Oración”, preciosa canción-plegaria, y “Tumbas de sal”, inconfundible rock clásico, donde descollaba un sonido eléctrico rotundo y elevaron los niveles de excitación colectiva desde el escenario. El público disfrutaba con ellos, y ellos con el público. Luego se supo, entre bastidores, que Bunbury acabó más que contento con el resultado del show. No era para menos, sin duda.

El clímax del concierto sobrevino con “La chispa adecuada”, uno de los temas más celebrados del grupo, que a modo de balada sembró el ambiente romántico y lírico. “Tesoro”, “Malas intenciones”, así hasta llegar a la última canción, “En brazos de la fiebre”, hermosa balada que habla de las grandes tensiones que ahogaron al grupo en sus últimos años de vida. Para ello, Bunbury y Valdivia, los dos polos de la banda que mantuvieron en su tiempo una azarosa relación de amor-odio, se sentaron y juntos comenzaron a entonar la canción con un Bunbury emocionadísimo y un Valdivia inspirado como nunca. El concierto finalizó con la frase final de la canción, un prolijo solo de guitarra en el que Valdivia derrochó todas sus virtudes técnicas ante la mirada atenta y servil de Bunbury, arrodillado ante él en claro signo de admiración, sosteniendo un foco que iluminaba la figura del guitarra solista, centro de atención de esos últimos minutos del penúltimo concierto de la gran gira.

Terminó el concierto como terminan las grandes estrellas: dejando en los asistentes un poso de satisfacción insuperable, que seguirá alimentando para siempre la nostalgia por lo vivido y, a su vez, por lo que no podremos vivir en un futuro. Héroes del Silencio arrasó, cual mejor avalancha, en el Olímpico de la Cartuja. Su leyenda se acrecienta a pasos agigantados, porque ahora las nuevas generaciones saben la experiencia única que es verles en un escenario en directo; mientras que los de la vieja guardia continuamos, si cabe, más enganchados a su música: encantadora, secreta, mística y con alma propia.

Gran música la que se escuchó el pasado 20 de octubre en la noche sevillana. Egregio recital del mejor rock.

MATEO L. OLAYA MARÍN

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