|
CHURROS EN GRANADA
PECADOS IBÉRICOS: UNA SECCIÓN DE JOSE M. VALLE PORRAS - Escrito por:
La vida en la Urbanización de Roquetas es bastante sosegada. Sobre un cristal hemos pegado la reproducción de un cuadro que representa a San Jerónimo retirado en el desierto. Mi novia dice que es una alegoría del opositor. La verdad es que no nos faltan comodidades, pero estamos voluntariamente alejados de todo bullicio y consagrados a la lectura.
De todas formas, y aunque quisiéramos, en casi un kilómetro a la redonda apenas hay otra compañía que matrimonios alemanes y belgas paseando ligeros de ropa, saltando de su apartamento a la playa o jugando al golf. No se dónde hay más atomización social, si en el vecino pueblo de La Mojonera, plagado de inmigrantes negros y moros que trabajan en los invernaderos –por no hablar de los gitanos–, o en la turística Urbanización de Roquetas.
Un día fuimos a Granada. Teníamos que hacer un par de mandados y, además, aprovechamos para visitar una buena librería –no todo va a ser golf y playa–. Como llegamos con tiempo de sobra a nuestra primera cita, aprovechamos para desayunar. Al principio teníamos intención de echar mano del petate, pero no lo dudamos cuando vimos a una señora con varias porras en la mano. Buscamos la churrería y cuando ya estábamos al lado de la misma, una quiosquera nos atendió con la proverbial amabilidad granadina: «Ahí enfrente, ¿no lo veis?»
Nos dirigimos hacia aquel bar-churrería. Al alcanzar la puerta topamos con un señor que salía y mutuamente nos ofrecimos el paso. Ya sentados, nos atendió una sonriente camarera que tuvo la gentileza de advertirnos que, al peso, dos raciones son mucho y que mejor algo menos. Alrededor nuestro, mesas y barra permanecían ocupadas por los vecinos del barrio: castizos vecinos saboreando sus porras; una mujer con sus padres, ya ancianos, sentados a una mesa; un matrimonio con sus niños; un hombre con otros dos críos… Fueron unos estupendos veinte minutos, viendo al hombre mayor sacar su monedero y molestarse cuando se hija intentaba invitar; a un camarero haciéndole gracias a los niños que lloraban porque su madre aún no había llegado, mientras la mitad de los clientes mirábamos sonriendo la escena; al dueño enseñando al aprendiz el funcionamiento de la cafetera, ambos educados y mutuamente amables… Tras casi dos meses viviendo en ese artificio pseudo-urbano creado por el turismo, desayunar churros en un bar de barrio de Granada fue volver a experimentar esa convivencia que cotidianamente se respira en nuestros pueblos y barrios. Extraños tiempos son éstos, en los que es más fácil ser un eremita en las grandes urbanizaciones costeras y en los que el espíritu de la polis se refugia en las churrerías.
José Manuel Valle Porras
|
|
|
|
|
|