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Cabra y el Geoparque

28.08.11 VENTANA DEL MEDIO AMBIENTE - Escrito por: Mateo Olaya Marín

¿Dónde iban a estar, si no, las cuatro paredes en las que el visitante se llevara sobre sus párpados la espectacularidad de ese monumento pétreo que se levanta sobre Cabra, como un mausoleo de piedra labrado por el tiempo? Aquí, por supuesto, en la puerta de la Subbética, en el centro geográfico de Andalucía por derecho, por historia y por pura lógica.

Los Geoparques son una figura de protección internacional que persigue conservar aquellos territorios con valores geológicos importantes, cuyos paisajes arrojen singularidades en el contexto mundial. Es en Cabra donde tenía que situarse el centro de interpretación del Geoparque, que, con la colaboración entre diversas administraciones públicas (Consejería de Medio Ambiente y Ayuntamiento de Cabra) y el mecenazgo decidido de la Fundación Aguilar y Eslava, constituirá uno de los recursos más llamativos de su oferta turística.

En nuestro término municipal se concentra la inmensa mayoría de las zonas de interés del Parque Natural de las Sierras Subbéticas, con unos parajes y enclaves que representan en su máxima expresión la belleza del modelado kárstico: lapiaces, dolinas, poljes, simas, cuevas, manantiales, etc. Todo el amplio abanico kárstico que puede llegar a contemplarse en estas sierras, que abanderan uno de los mejores sistemas geológicos calizos de Europa, se encuentra esparcido en Cabra.

Geoparque es el reclamo conservacionista, naturalista y turístico de unas vistas que el egabrense conoce por cada pliegue de su sierra. Porque nos sabemos de memoria por dónde sonríe el sol al alba, escarpando sereno en el picacho de la Virgen de la Sierra, cuando todavía ni siquiera la encina ha encendido su verdor con las primeras hebras amarillas del cielo. Los egabrenses tenemos grabado a fuego en los ojos ese paisaje lunar abrupto, pedregoso, en el que el lienzo de la naturaleza juega con dos pinceles: el gris de la caliza y el verde del chaparral.

Observamos en las alturas algún quejigo valentón y numerosos majuelos provistos de bayas rojas, envistiendo la hostilidad de un terreno extraño que adopta formas caprichosas porque, allá por la era terciaria, el agua decidió coger su gubia para abrirse hueco entre los sedimentos perpetuando acanaladuras, grietas, valles y cavidades que hasta para el universal hidalgo cervantino parecían el más grande de los bostezos.

En este afloramiento calizo, emergido de los fondos del mar que cabalga en los límites de la cordillera bética, la sierra se sangra a raudales por veneros y manantiales, bombeando vida y surcando la vega del río Cabra en una explosión milagrosa por cualquier rincón donde nacen orondos tomates de sonrojados colores y mordiscos de gloria. Y la sangre de la sierra, se ramifica como una araña transparente de agua ahuecando el mismo pueblo con acequias que alimentan vergeles y tierras ubérrimas.

Nuestra infancia se ha enredado durante muchos sábados de primavera entre las infinitas praderas de la Nava, ese llano de la Virgen en el que la mañana es cóncava y paradisíaca, verde pura, extensa y sin final. Por eso aquí sabemos mejor que nadie lo que es un poljé sin pisar aula alguna: el valle de las alturas, la depresión en mitad de la planicie, la sombra que proyecta la luz de la Virgen en su casita blanca, el aire que bate las ramas sobre los acordes de la canción del Maestro Rodríguez, las laderas tapizadas de encinas, arces, majuelos y grandes quejigares por los que desciende el relente de unas notas alegres que le cantan a la Bandera de nuestros corazones.

Sobran los motivos para que Cabra albergue un recurso turístico y natural de este fuste. Y a nosotros, los egabrenses, nos sobran también los motivos para que sigamos mirando como la quintaesencia del pueblo a esa escalera de roca plateada, trabajada con la gubia de la naturaleza más barroca. Aquí el tiempo se cuenta en otras unidades y el reloj es la roca que, con sus arrugas en forma de surcos, nos enseña su vejez.

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