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Ceuta y la frontera
14.03.10 PECADOS IBÉRICOS - Escrito por: José Manuel Valle Porras
Ceuta es una de esas ciudades que todos oímos y nombramos y que pocos han visitado, una plaza cercana y rápidamente ubicable en nuestra mente, que, sin embargo, apenas despierta en el espíritu las ilusiones del viajero. Así había sido para mí hasta hace poco, cuando la conocí en un breve fin de semana. El encuentro fue corto, mucho más de lo que hubiera deseado, pero el efecto intenso. Tanto que he vuelto a esta olvidada columna mía.
Ceuta cuenta –ya lo saben, porque todos la conocemos sin necesidad de haberla visto– con una población importante, cercana a las 80.000 personas, integrada por una mezcla de credos en la que cristianos y musulmanes hacen mayoría, sin faltar judíos e hindúes. Al pasear por sus calles me sorprendió la enorme cantidad de moras veladas que las transitaban, confundiéndose y entremezclándose con gente de rasgos y prendas típicamente occidentales. Indios no vi, pero sí topé casualmente con la sinagoga ceutí y con un viejo judío que se detuvo en su puerta, pero que al comprobarla cerrada cogió su bolsa y siguió el camino.
Mi impresión fue que la población mora, en gran parte española de hace muchos años, está mejor inserta e integrada en Ceuta que en la península. Basten algunos ejemplos, como que de los dos taxis que cogí uno lo llevaba un ismaelita, o que en unas obras del Ayuntamiento vi trabajar juntos y contarse sus problemas laborales a un moro y un cristiano. Pero la confirmación de lo que les digo vino cuando presencié una manifestación sindical en la que sus protagonistas eran, si no todos casi, mujeres y hombres poco dados a creer en la Santísima Trinidad. Ese fue uno de los pocos momentos de mi vida en que he encontrado algo bueno en un sindicato español.
Pero dejémonos de religiones y fuerzas proletarias –al fin y al cabo cosas muy similares–. Uno no puede hablar de su viaje a Ceuta sin referir al menos uno de sus rasgos definitorios: la continua presencia de los cuerpos armados. Vayas donde vayas, casi en cada calle y a cada rato te cruzas con algún soldado, con guardias civiles o con un coche de la policía. El ejército y las fuerzas del orden son algo propio de la ciudad, tanto en su concreción humana como en cuarteles, murallas, monumentos y nombres de calles. Uno no puede olvidar nunca esta presencia, como tampoco puede olvidar dónde se está.
Y aquí llego a lo que más me impactó de mi visita a Ceuta: la cercanía. Aunque sabemos que apenas hay 15 kilómetros entre la costa europea y la africana, la imaginación no me había hecho intuir lo que luego encontré: que desde la orilla norte de la ciudad se ve perfectamente la costa gaditana. Pero no como un punto lejano en el horizonte, sino como un relieve próximo, elevado y extendido en anchura, de oriente a occidente, resaltando, por ejemplo, el peñón de Gibraltar. La península no es algo lejano, sino inminente y perpetuo. Los peninsulares somos una presencia tan sentida en Ceuta como esos uniformes del ejército o la guardia civil.
Pero si nos vamos a la orilla sur de Ceuta encontramos algo distinto, aunque similar. Desde la maravillosa playa de la Ribera vemos cómo la costa española da paso a la marroquí sin solución de continuidad. A nuestra derecha y al fondo se extienden las playas del país vecino, cada vez más lejanas e interrumpidas por varios pueblos costeros. Una playa «corta pero ancha» –como cantaría Calamaro– la de la Ribera, de arena fina y bello horizonte, con un agua resplandeciente por un día radiante en que Ceuta me enamoró.
Esta ciudad es un rincón peculiar de nuestra geografía al que quiero invitarle a viajar, paisano egabrense. Es un lugar que sorprende: por sus paisajes naturales y urbanos, por sus vistas, por la impresionante cercanía de la península que hemos dicho, pero también por sus extrañas combinaciones, como el escudo de Portugal, que es también el ceutí –recordemos que Ceuta es el único territorio portugués que en 1640 decidió seguir fiel a la monarquía española; la única reliquia viva, por tanto, de aquella unión que un día dejó de ser–.
Hay una última cosa que quizás les interese: sus reducidos impuestos, así dispuestos para favorecer la economía de la ciudad. No olvidemos que sigue siendo una frontera, la frontera de nuestro país, pero también la frontera de Europa y de muchas tradiciones culturales –de otras no, es cierto–. Y unos impuestos bajos siempre han sido en España una forma de favorecer el poblamiento de la frontera. Así que les animo a una cosa más: si van a Ceuta y les gusta, quédense una temporada. Y si tienen ocasión, no desprecien echar allí sus raíces. La experiencia de la frontera y el peso de la historia compensarán su migración.
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