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UNA SECCIÓN DE JOSÉ M. VALLE PORRAS
PECADOS IBÉRICOS - Escrito por:
Iniciamos una nueva sección de colaboraciones en la que José M. Valle Porras nos irá ofreciendo una serie de artículos reflexionando sobre temas variados que esperamos sean del agrado de nuestros lectores.
Pecados Ibéricos
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José Manuel Valle Porras
Los vecinos de Cabra que han contribuido al bienestar o al progreso de su pueblo pueden recibir diversos reconocimientos. Uno de ellos es su mención como «egabrenses del año». También se les puede erigir una estatua, y para comprobar que esto último se hace basta dar una vuelta por el Paseo Alcántara Romero, que es a Cabra lo que el edificio neoclásico del Walhalla es a Munich y a Baviera entera. Todo esto me parece muy bien. Lo que no me lo parece tanto es que aún no se halla otorgado un reconocimiento público y colectivo a los vecinos de la Tejera, quienes cada año, primero en junio y luego en septiembre, han de modificar sus rutinas de habitantes periféricos del pueblo y así convivir con la feria.
Para los vecinos el dilema es el siguiente: o usas y abusas de las posibilidades que ofrece la feria, permaneciendo en ella desde el medio día hasta la tarde y desde las nueve de la noche hasta casi la hora de los churros, o sufres en silencio el asedio acústico. A lo anterior se suma este año un nuevo componente: la imposibilidad, para los que vivimos en el último tramo de la avenida de la Libertad, de coger el coche y huir cuando llegue una de esas noches en que ya no se puede aguantar más.
La primera noche de feria, el lunes día tres, regresaba a casa tras dejar a mi novia en la suya. Como de costumbre, entré por los arcos de la feria y paré mi coche frente a la tómbola, delante de mi cochera. De repente, nada más bajar del auto, me encuentro detrás un coche de policía con dos canosos caballeros. Sin bajarse del vehículo ni darme las buenas noches; más aún, sin palabra que denote educación alguna, me preguntan burdamente qué hago con mi coche, a lo que respondo, sorprendido, que voy a guardarlo en la mencionada cochera.
Su respuesta estuvo a tono con la primera intervención. Me advierten que para entrar a mi casa tengo que pedirles permiso, y que ellos me lo darán «o no». Es decir, que a partir de ahora la policía de Cabra asume la capacidad de decidir qué podemos y qué no podemos hacer. ¿No les parece maravilloso, una utopía hecha realidad? La policía se eleva a la categoría de consejo de sabios, a la de un auténtico cuerpo de filósofos. ¡He aquí este brazo ejecutor del Estado convertido, por virtuosa paradoja, en cerebro pensante!
Pero no todo es sano espectáculo en la policía local. Tras su admirable advertencia, la pareja de inamovibles canosos recurrió a algo tan fácil –dado el poder que se les ha confiado– como la amenaza: «Mira –me advirtieron– que te juegas los puntos y los dineros». ¡Decepción! En este punto se acaba la posibilidad de conversar. O verde o verde. Y si no… Imagino, sin embargo, que la sabiduría y la facultad de decidir a que antes aludía con admiración no se contradicen con la parquedad de palabras o la incapacidad para la explicación amable y con buenos modales a quien, al fin y al cabo, es su cliente y les paga los salarios con sus impuestos.
En cualquier caso, no todos son Kant y Aristóteles en nuestra policía. También hay jóvenes, como mi apreciado Fran, que deben aprender de estos veteranos a diluir su sonrisa y la educación, así como a usar con habilidad la intimidación contra bienintencionados aunque tal vez equivocados vecinos. Espero que Fran tome buena nota, porque si lo hace así quizás acabe mereciendo el reconocimiento popular y, dentro de poco, podamos verlo convertido en «egabrense del año» o estatua del Paseo Alcántara Romero.
8/9/2007
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