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La belleza de lo efímero ¿o de lo eterno?

04.04.09 - Escrito por: Antonio Ramón Jiménez Montes

Podría parecer un contrasentido pero el tiempo nos hace percibir las sensaciones en un determinado instante que nos parece eterno. Quizá sea esa la auténtica dimensión del tiempo y la explicación a qué es lo eterno, aunque sea efímero. ¿Cómo podría medirse lo que dura un abrazo o un beso?. ¿Quién podría poner medida al amor?. No por menos duradero puede ser más intenso, más eterno. Mientras lo vivimos nos parece para siempre, como si se detuviera todo a nuestro alrededor.

Algo así pasa con la Primavera, con la belleza de una flor, con el aroma de una esencia, con la contemplación de una obra de arte, con el sabor de un manjar. Incluso en la experiencia del silencio, nos parece escuchar donde no se oye, encontrando sentido a ese no menos paradójico "sonido del silencio". Algo así pasa, o al menos a mi me pasa, con la Semana Santa.

Como si fuéramos uno de los majestuosos y sobrios halcones de nuestra Sierra, nuestro devenir en la Semana Santa podría parecerse al vuelo de estos "peregrinos" que surcan los cielos de las escarpadas cimas de las Subbéticas, buscando la sombra de un terebinto.

En ese peregrinar a nadie se le escapa que lo que está a punto de comenzar, ansiado y esperado, tiene un tiempo y un espacio que, aún sintiéndose eterno, sublime, único y permanente, tiene una limitación temporal que lo hace efímero ¿o lo hace eterno?.

La contemplación de nuestras imágenes en las calles de Cabra, en los días que se avecinan, será una presencia trascendente que se hace tangible para ponernos en relación con lo sagrado. Disfrutaremos del aroma del incienso mezclado con el del azahar de nuestros naranjos, quizá también con ese olor inconfundible del aceite que sirve para gajorros o pestiños; con esa fragancia de la cera que arde.

El sonido de las marchas o del tambor y el añafil, el de la saeta. Ese espectacular y a la vez íntimo sonido del rachear de los pasos costaleros o de las cadenas de silentes capuchones. El más alegre de la chiquillería que se alborota junto a las Agustinas o el de los monaguillos que llenarán de viveza los cortejos. El de la mujer que se asoma tras la esquina para contemplar la escena de la pasión y que de lejos se persigna, esbozando quizá una oración aprendida en la infancia y que se confunde en los labios con la lágrima escapada, a regañadientes, de sus encendidos y brillantes ojos.

Todo confluye en una aparienca externa de singular magnificencia, de belleza contenida, de arte cofrade que surge de la esencia misma de la fe, hecha religiosidad por obra y arte de las cofradías. También en los templos se viven esos momentos que muestran la permanencia del mensaje eterno de aquel Hombre que se entregó por amor a la humanidad y quiso ser el trigo que muere, la aceituna que se tritura, la uva que es pisada, para convertirse en ese pan, aceite y vino que son vida para la vida, alimento para el cuerpo que, mediante el Misterio de la Redención y de la Eucaristía, se transforman en alimento para el espiritu y nos ofrecen la Vida Eterna.

Cuando nuestras procesiones salgan a las calles, Cabra podrá contemplar esa belleza de lo efímero que permanece en nuestras retinas y en nuestro corazón. Y a la vez, podremos sentir que ese instante, que pasa sin apenas darnos cuenta, es en sí mismo eterno y nos anuncia esa plenitud de lo que no tiene tiempo ni espacio, medida ni peso. Son esos momentos los que nos harán saber que siendo siempre nuevos, permanecen para ser siempre los mismos ¿o será que son eternos?.

Uno de esos momentos, para mí muy especial, es el de la Oración en el Huerto, cuando el Cristo más humano se entrega sin límites y reconoce que, siendo efímera su decisión, es para siempre, es esencia de eternidad. En ese momento de tinieblas y agonía, de Penas y abatimiento, es cuando empieza uno a comprender cómo de un momento único, surge algo que es para siempre y cambia, sin parangón posible, la Historia de la Humanidad. Y después, surge el hombre fuerte que asume la elección y se sitúa en medio de los suyos sin miedos ni vacilaciones. El Hombre de la Fe y de la Entrega sin límites, el Hombre que, sin dejar de ser Dios, nos da la Vida para siempre y nos enseña a imitarle en su Oración.

La Fe en ese Cristo vivo y fuerte que nos da la vida, es reflejo, a mi modo de ver, de la eternidad de lo efímero y de la belleza de lo que transmite, a la vez Bueno y Verdadero.

Kant decía que lo Bello es algo que, al lado de lo Verdadero y lo Bueno, constituyen los valores fundamentales de la actividad humana y que el deleite producido por la belleza es el único verdaderamente desinteresado y libre. Quizá esa sea una experiencia similar a la fe, eterna y efímera que sólo puede encontrar en Cristo la fuerza para no vacilar.

Aunque también, en la belleza, como en la fe, y quizá en su carácter efímero, es donde se aprende a mirar más allá, en ese interior que se esconde tras lo bello para descubrir lo bueno y lo verdadero que, en definitiva y aunque parezca que se fue, permanece y existe para siempre.

Como dice Gabriela Galindo "cada uno vive la belleza, la experimenta, la siente… es casi imposible pensarla, simplemente existe, es"

Para mí, nuestra Semana Santa, es esa forma única y especial, de compartir con mis hermanos cofrades la expericencia de la fe y de la belleza que, siendo efímeras, son también, definitivamente, eternas.

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