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La biografía de Juan Belmonte
27.09.21 - Escrito por: José Manuel Valle Porras
Desde la atalaya de este año 2021, con la derrota en Afganistán aún por digerir, la creciente condición periférica de Europa en los arbitrios mundiales, las dificultades para gestionar de forma aventajada -como antaño- unas materias primas encarecidas, por no hablar de la dependencia industrial que la pandemia puso de manifiesto, o la pérdida de demasiados trenes tecnológicos, cada vez es más difícil negar nuestra evidente decadencia.
Por ello, huir al pasado resulta una tentación poderosa. Como afirmaba alguien cuyo nombre no puedo recordar, «Europa ha dejado de ser productora de historia y ha pasado a consumirla». En mi caso, hallo gran deleite en el último gran período de creatividad de nuestro continente, ese que, desde finales del siglo XIX y hasta casi mediados del XX, dio lugar a los modelos económicos, sociales, científicos y culturales de los que aún somos esencialmente continuadores. En nuestro país, en España, esta etapa corresponde a la llamada edad de plata, con escritores tan reconocibles como Machado, Juan Ramón, García Lorca o Miguel Hernández, pero también filósofos de la relevancia de Ortega y Gasset, líderes políticos de la significación de Clara Campoamor, historiadores como Sánchez Albornoz, científicos como Ramón y Cajal, o pintores de la envergadura de Zuloaga o Romero de Torres. Son sólo una pequeña muestra de esta época brillante, en la que aún descollaron otros profesionales en los que solemos pensar menos, por ejemplo periodistas asombrosos cuales Julio Camba o Chaves Nogales. Y, sí, también toreros. Desde la atalaya de este año 2021, con la popularidad de la tauromaquia tan decadente como nuestro continente, escribir esto puede parecer una boutade. Nada más lejos de la realidad, sin embargo, porque la edad de plata de la cultura española fue, asimismo, la edad de oro del toreo.
Manuel Chaves Nogales y Juan Belmonte, un lúcido periodista y un revolucionario torero, ambos sevillanos, son los elementos que se conjuntaron para crear la que algunos consideran la mejor biografía española del siglo XX. Y no seré yo quien lo niegue, pues en este sentido sólo puedo decir que me ha parecido una lectura suculenta, en la que cada página aportaba una nueva historia o reflexión contadas siempre con enorme encanto y elegancia, y donde el rico anecdotario del torero recibía del periodista la estructura, el orden y el sentido que lo transformaba en un todo coherente. Sin duda la combinación armoniosa de una vida muy interesante relatada por una pluma en estado de gracia.
El libro trasciende, en verdad, la exposición vital de Belmonte. Incardinada a su biografía hallamos, por ejemplo, la deliciosa recreación de la intrahistoria andaluza de los primeros años del siglo XX. Nacido en una familia humilde, hijo de un quincallero de Sevilla, en su infancia explica que jugaba a los toros porque, simplemente, era lo que hacían «entonces todos los niños de mi edad, los mismos que hoy juegan invariablemente al fútbol». Aunque recibió una educación escasa, su curiosidad pronto le aficionó a la lectura y los mundos imaginarios y, siendo todavía un muchachito, abandonó su casa en comandita con otro amigo para ir a África a cazar leones, aunque a duras penas pudo llegar a Cádiz. En su adolescencia se integró en una pandilla de chavales aficionados que, las noches, a escondidas y jugándose el pellejo no sólo ante los toros sino también por los vigilantes armados con los que se podían topar, caminaban varias horas para llegar a una dehesa donde toreaban por turnos una res, antes de regresar a sus casas, avanzada la madrugada. La pobreza generalizada, la cotidiana picaresca imprescindible para sobrevivir, la ubicua pasión taurina, las frecuentísimas cornadas, las faenas que no se cobran cuando los toreros heridos no podían finalizarlas, o la guardia civil llevándolos a la fuerza a cumplir un contrato del que se habían arrepentido, aparecen como rasgos indelebles de una época no demasiado lejana, la de la infancia y juventud de nuestros bisabuelos.
Siguen el éxito como torero de Belmonte, los años que pasa en Madrid huyendo de la fama en Sevilla, la intimidad que establece allí con un círculo de escritores y artistas que llegan a organizarle un homenaje, a retratarlo, a admirarlo efusivamente, como hace Valle-Inclán, quien le dice que para la gloria final ya sólo le falta morir en una corrida. Cargado siempre con un baúl de libros, Belmonte cruza varias veces el Atlántico, visita Nueva York, torea en México o Panamá. El dictador de Venezuela lo aloja en su finca y le ofrece tierras para que se establezca allí. Tierras que él rechaza. Tierras que, pasado el tiempo, se comprobaron ricas en petróleo.
En Lima, donde encuentra aún los rasgos de las ciudades españolas, en concreto andaluzas, conoce a la que será su esposa, esa mujer que le aportó «una grata sensación de paz y sosiego». También allí se cruzó con Julio Camba, de quien cuenta una divertida anécdota, digna del genial articulista y de hacer un paréntesis en esta reseña. Según parece, durante su estancia en esta ciudad sus seguidores le llevaban álbumes para que les escribiera una dedicatoria. Él los amontonaba en su habitación sin intención de apuntar nada en ellos, pues argumentaba que nunca había escrito gratis: «¿Cómo quieren que venga al Perú a alterar una de mis más saludables costumbres?» Halló remedio cuando un criado del hotel en el que se alojaba, «negro remilgado y sabihondo», que también se declaraba su admirador, le confesó ser poeta aficionado. El periodista le encargó entonces escribir un pensamiento en cada álbum y firmar debajo como Julio Camba, tarea que oficializó nombrándole su secretario.
El repertorio de historias es inmenso y genial, pero tanto o más lo es su redacción, ordenación y el sentido trascendente que el conjunto de la obra ofrece. Como los grandes libros, hay en éste varias lecturas. Es Belmonte, pero es también, como decíamos, la España de su tiempo. Es la tauromaquia. También puede hacer las veces de una novela, de aventuras casi. Y lo más inesperado es que Chaves Nogales convierte a Belmonte en un espejo del lector. Inevitablemente siente uno confrontada la memoria propia con la del torero. Nos reconocemos en el apego familiar de su infancia, la intensidad de las amistades y los proyectos en la juventud, el discernimiento del amor venturoso, el temor a la pérdida de la felicidad o el hastío de las metas alcanzadas. Afirmaba Juan de Mairena que Felipe II era él, puesto que lo somos todos en cuanto herederos suyos. Con otro sentido podemos decir que Belmonte somos nosotros, pues nos vemos en él. Y acaso esto nos haga vivir más intensamente su vida y hacerla más nuestra, mientras disfrutamos, página a página, la afortunada obra de Chaves Nogales.
Manuel CHAVES NOGALES: Juan Belmonte, matador de toros, Barcelona, Libros del Asteroide, 2018, 343 pp.
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