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Otros silfos y dríades
27.09.21 - Escrito por: Antonio Serrano Ballesteros
Me trae la brisa a la cara
el último son del trillo
junto al canto del autillo
y el aroma de la jara.
¡La noche llega muy clara!
La luna más reluciente
con su desdén transparente
se encrespa en el olivar,
dejando sólo brillar
al lucero refulgente.
Después de pasar la tarde buscando amonites por las laderas bajas del Serveral y del Montecillo, recalo en la limitada llanada de la Noria, donde me doy de bruces con el viejo aljibe y los restos casi desempedrados de su era. Me dejo caer apoyándome sobre el tronco de una centenaria encina al amparo del frescor de su sombra y me relajo.
La era de la Noria tenía fama por sus corrientes de aire para aventar. El tío Toño, por la amistad que tenía con el dueño, solía utilizarla a mitad de Julio todos los años. Hoy no está, pero el tiempo y la distancia me hacen sentir el roce de la brisa, el cadencioso canturreo de la trillera junto al cascabeleo de las colleras de las mulas, el despertar temprano del autillo con las esencias del monte. Y lo mejor, nada más traspuesto el sol, la sonrisa picarona, siempre dispuesta a tramar una chanza al mozo más farruco, de la chacha Toñica disponiendo la cena: un buen cocido con habichuelillas verdes, avío abundante, pan crujiente y tierno, vino fresquito, fruta y como remate sus ricas peras en almíbar. Y si la trilla coincidía con la luna llena, la noche era una continuación del crepúsculo, donde sólo rutilaba sobre el olivar el lucero de la tarde, que excitaba el alborotado festejo de dormir al raso y de ver las estrellas fugaces entre la claridad lunar. Relajado ya, me doy cuenta que he de apresurarme en volver si no quiero que me alcance la noche.
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