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Los renacidos

02.09.20 - Escrito por: Eduardo Luna Arroyo - Director de Radio La Manigueta

A ellos, a ellos ya le pesaban las arrugas y las canas más que los sufrimientos cotidianos, esos que sin buscarlos llegan a tu día a día como la piel adosada al alma de las cosas de andar por casa.

Sus ojos a veces llenos de lágrimas, a veces sedientos y vacíos como una sequía inesperada, a veces manantiales rebosantes de mil promesas y mil peticiones que casi siempre tenían respuesta, aunque aquella respuesta no fuera la deseada. Cansadas las piernas, cansados los ánimos, cansados de la rutilante sociedad que fabricaba desamparos a cuenta de los más débiles, de los más vulnerables, de los que más se hacían querer.

El camino que los llevaba a Ella era una metáfora de su propia vida, siempre hacia arriba soportando la crueldad de lo inerte y lo divino, de lo feliz y lo triste, de la providencia que convertía los tramos en nubes de polvo que tornaban a paraísos terrenales cuando levantaban la vista y veían sin aliento el relicario que guardaba su corazón. Ellos cogían sus manos porque el amor se había convertido en supervivencia y despacio, con respeto, viajaban en busca de lo que para ellos era el mismo cielo.

Allí donde las miradas se perdían, allí donde ellos recordaban su primer beso mientras se creían inmortales con el mundo a sus pies, allí donde vivía su confidente particular, a la que le hablaban de tú a tú sin tapujos ni rencores, de alma a alma, de labios a vientre materno de dónde nacemos todos nosotros en un acto místico que se repite cada vez que nace un egabrense. Hasta el pisar de las piedras de su patio les dolía si alguien osaba a perder ese concilio de amor imperecedero que es entrar a la misma gloria sin la unción necesaria.

A ellos les dolía hasta cuando los pájaros se posaban en las ramas de los árboles que como soldados privilegiados protegían ese sagrario blanco de los ataques indiscriminados de una tormenta celosa que posaba toda su ira sobre el atrio de los sueños y las penas. No querían verla sin estar allí, ni estar allí sin verla, eran capaces de esculpir con oraciones nacidas de la necesidad las horas interminables de su amparo y gracia perpetua.

En los días que se soportaban más de la cuenta y la convivencia era víctima de una monotonía esclava, buscaban la palabra perfecta para consolar su impaciencia y agobio en las manos de su timón, su capitana, su cielo nácar, su nube de algodón con 50 años menos, su primer te quiero, su primer hijo, su calle en noches de verano con olor a jazmín y azucena. Ellos allí morían y renacían a la misma vez, dejaban su yo viejo para encontrarse con su yo joven, vital, lleno de energía, capaz de abrazar un varal y surcar los mares verdes de las cuestas que llegan al valle.

Luchaban en su interior con conversaciones a solas porque no querían que Ella viajara, no querían verla presidir ese marco de mármol barroco y monumental que se empequeñece con su presencia. No querían, porque ellos y su egoísmo enfermizo por amor, por una fidelidad que te es prestada cuando naces para confirmarla cada año en vísperas de los días de las luces y las sombras, de los gozos y los altares, les decía que no podía dejar su peana de jaspe rojo.

Estaban ciegos, celosos, tremendamente rebeldes, pero sabían que no había vuelta atrás. Por un mes Ella no sería solo para ellos, era algo inevitable a pesar de sus pesares, era algo que como un huracán en partida se suponía imparable. A ellos les pesaba la angustia, la delicadeza de su mirada no se posaría sobre ellos en exclusiva, pero no tenían más remedio que aceptar con resignación que su bastón y su fiel consoladora de los afligidos estaría un mes fuera de su sagrario de mármol y oro.

Lo mismo que ellos renacían cada semana, la ciudad necesitaba renacer de sus cenizas de polvo y sol, de fin y principio, de mediocridad y excelencia, de alegría y tristeza, de amor y odio, de balcón y flor, de algodón de azúcar y migrañas de la infancia, de locura y cordura, de esperanza y amaneceres a saldo. Ahora los renacidos éramos nosotros, puede ser que más que nunca o renazcamos con su presencia, o volveremos al tío vivo de las ilusiones perdidas. A ellos, les hacía felices verla entre lampareros cuajados de peticiones, entre todas ellas, las suyas.

Como un libro sin acabar, contaban los días para que regresara y hacerla suya, para ellos, solos con su presencia aplastante y evocadora, solos junto a Ella para sentirse renacidos una vez a la semana mientras el cielo cae sobre sus hombros en el paraíso terrenal de las glorias de Cabra.

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