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La mujer de los calcetines negros. (Pequeña historia de invierno)
23.12.08 EPOPEYA - Escrito por: Eduardo Luna
Lo que no se compra no nos ayuda a existir. Ese era el slogan de una de las tiendas de lujo que ocupaban la gran avenida de la ciudad y por la que transitaban más de cincuenta mil personas a diario. El ruido incesante de los coches y el humo de los puros de los ricos que humillaban con su mirada a los indigentes que regentaban su manta y su cartón de hojalata se mezclaba con una extraña sensación que hoy, hacía presagiar la mejor de las historias. Eran las nueve de la noche de un invierno desolador y helado, las escaleras de Epopeya se convirtieron en pocos días, en un hervidero de personajes que vagaban con el corazón en venta por los raíles de lo que un día fue un sueño de progreso. El Cristiano sonreía cada vez que alguien tenía la fortuna de entrar al servicio que gobernaba con la derecha y con la izquierda. Cutty, llevaba semanas sin aparecer y los ecos de su saxofón envolvían las luces tenues de aquel antro de lujo. Todos allí como una gran familia, pero había algo que no me cuadraba en todo aquello, al fondo de la vía, a unos cien metros de la entrada una especie de casa sin cimientos, se alzaba valiente entre la oscuridad. Pregunté a los chicos y lo único que supieron decirme es si quería un poco más de ginebra pero ni el estómago ni el ánimo me hacían pensar en otra cosa. Me dirigí hacía ese espacio de luz de vela y encontré a una mujer de unos setenta años, con unos ojos verdes y unas manos rotas que encogieron hasta mi cuenta corriente secuestrada por el diablo financiero que asolaba el país. Al verme, preguntó que si quería algo con una voz suave y aterciopelada y dije: No, no, sólo sentía curiosidad y me acerqué a ver que ocurría.
La mujer no tenía guantes, sólo llevaba unos calcetines rotos que la protegían del frío invernal de la blanca dama de la noche. Oiga, oiga, llamó mi atención y sin pensármelo dos veces, respondí. Si, dígame. No sienta curiosidad caballero, sólo soy una anciana que ancló su corazón en esta ciudad hace muchos años, me enamoré de ella tan ciegamente que me engulló sin piedad y con mucho desenfreno. Me transformaba su olor (seguía contándome con lágrimas en los ojos), me desnudaba el despotismo de los que me usaban en una triste etapa de mi vida, me acunaban su suculentos labios de madrugada. Hasta los ajustes de cuentas de la mafia, labraban mi ataúd para luego bordar mi muerte. Las chimeneas eran el oxígeno que me ayudaba a respirar cada noche de fragor y locura. No lo entendía, usted ha entregado su vida a esta ciudad? –Si señor, la entregué por entero, sólo vivía para ella, ayudaba a los indigentes, daba de comer a las madres solteras, me manifestaba contra el aborto y por los trabajadores, gladiadores del salario mensual, fui a la cárcel por testificar contra un asesino y me acosté con un juez el día antes de su afortunada muerte. Así soy yo, Linda Roustad, “la mujer de los calcetines negros”. Y sabe usted porque me llaman así, se lo diré, porque me quemé las manos al intentar salvar a una joven que pretendían mandar al otro barrio y desde entonces las cicatrices no me permiten tener un tacto normal. Cuando ocurrió todo lo que me cuenta?, no hay constancia de ello en ningún periódico nacional ni local? Sucedió en los años cuarenta y hoy sólo soy recordada por los que han pasado en horizontal delante de mí. Me veo como a mi me gusta, sola pero acompañada de recuerdos. En aquella especie de montante “faraónico” vi fotos de antiguos alcaldes de la ciudad y vi la foto de la que se suponía era su familia. Si, ellos son mi familia. Eric, Gordon, Stuart y Hill, mis hermanos. Mis padres se fueron de luna de miel y endulzaron tanto su vida que no volvieron nunca. Pero porque entregó su vida a los demás y a esta ciudad? Por amor, sólo por amor a ella y a sus miles de calles. Por cierto, una de las paradas de este metro abandonado llevaba mi nombre antes de cerrarlo en aquellos tiempos de luchas sociales. Linda Roustad, la mujer de los calcetines negros, una heroína anónima que apareció para contarnos su dedicación por amor, algo utópico hoy día, a su ciudad encantada .
Al día siguiente fui de nuevo a visitarla porque creía que aquella historia tenía que ser contada, una historia de amor y absolutamente teatral. No estaba. Los chicos me dijeron que cuando despertaron no había nadie allí, sólo unos calcetines negros en el suelo, rotos y descosidos. No se si la volveré a ver pero publicaré mi experiencia para que todos valoremos el bien que tenemos y el fin que buscamos. Amar el suelo que pisamos y construirlo desde la solidaridad, la caridad y la democracia. Amar como lo hizo Linda, una mujer anónima que sólo buscaba la felicidad. Y tú amas el suelo que besas cada día?
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