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EPOPEYA. Nicotina en los tacones
13.10.08 EPOPEYA - Escrito por: Eduardo Luna
Los chicos de Epopeya decían que Aretha se duchaba todas las noches en la red de agua del metro, porque así se sentía más de la calle, más ella, más sirena varada, inundada de aguas que nadie las quería, aunque a ella la vestían de luto cada vez que la luna visitaba la ciudad. No ocurrían muchas cosas, todo era tan uniforme que a veces creía que las farolas de las aceras saludaban al pasar. Me resultaba interesante y atractivo a la vez, escribir sobre esta chica de apenas 27 años. Sus padres desecharon la ducha de casa porque cada vez que Aretha se sumergía en su sueño rodeada de productos higiénicos, los vecinos llamaban a la policía para intentar solventar el concierto inaudible de cada noche. Soñaba con ser artista, si, como tantas y tantos hoy en cada esquina o a la puerta del mando a distancia.
Cantaba y cantaba sin cesar, por la calle, en el metro, en el cine, en clase, siempre cantaba Aretha. Muchas veces hay cazadores del no talento y compradores desalmados de la burla y el desencanto. Para Aretha, en los últimos días de un mes de enero lluvioso sonó el teléfono a las diez de la noche. Era Roger Smith, el dueño del Great Bar, le dijo que le ofrecía un contrato de temporada para cantar cada noche en su local y entretener un poco a su público. A este antro sólo iban ricos, viciosos, secretarias sin escrúpulos y políticos sin cargo que pagaban las copas con los impuestos que nos cobraban cada año. Ella, no durmió esa noche y la anterior tampoco, incluso yo creo que no ha dormido nunca más en su vida. Comenzó a trabajar un lunes en el que había descanso del personal. Su primera actuación, no fue ni mucho menos como ella pensaba. Mientras servía copas a Smith y su cuadrilla de ineptos, tarareaba canciones de los setenta y algún estribillo pegadizo que había olvidado alguien en el retrete. Aretha acabó su primer día, con diez dólares en el bolsillo y una deuda en el alma. Pasaron los meses y ella, cada noche se calzaba tacones negros y traje claro e interpretaba junto a Walter, su saxofonista, lo que le dejaban, mientras la abucheaban sin piedad canción tras canción. Aretha tenía vocación pero no tenía voz, tenía alma, pero no tenía imagen, tenía sangre en sus letras, pero no tenía brillo en los ojos para interpretarlas, tenía corazón salvaje, pero no tenía un espíritu que la acompañara. Al año de trabajar en el Great Bar, se hizo adicta al alcohol, cada actuación era un vaivén de vergüenzas y un entretenimiento sano para los perros callejeros que visitaban el local de Smith cada noche. Confundía el vodka con agua y el whisky con té. Escribía notas en el retrete y las dejaba a la altura de la taza para ver si alguien tenía la intención de leerlas mientras se libraba del peso del alcohol. El éxito no llegaba, la gente se reía de ella y ella no entendía porque, el bar se llenaba y ella seguía sin entender porque. Aretha no era una cantante, ni un símbolo más, era otro sueño roto deambulando por las calles de la ciudad. Mientras cantaba pensaba cuando llegaría su productor, con el que se imaginaba llenando teatros y estadios. Mientras bebía y bebía vodka y más vodka, esperaba entre carcajadas que le pidieran el teléfono para grabar su primer disco, pero ese día no llegó jamás. Walter, el saxofonista fue despedido porque su talento no le hacía a Smith ganar más dinero, aunque para Aretha fue su refugio moral durante un año. Dejó el trabajo y de vez en cuando escribe en el diario Yellow, con el fin de ayudar a alcohólicos en rehabilitación. Sus padres sólo la veían en navidad para pedirle dinero a cuenta de su vida malgastada. Tiene 27 años, se llama Aretha, camina sola y no tiene amigos. Su fama se esfumó entre colillas de cigarrillo mal apagado que le tiraban al escenario del Great Bar sin terminar la función. Es otro sueño que cabalga a lomos de la desilusión y es presa fácil para tipos como Roger Smith que jamás ganó más dinero que con las actuaciónes cómicas de Aretha Stevens.
La vi una noche en Epopeya con una botella en la mano y un bikini de rayas, cantaba bajo la lluvia dorada que nunca llegó a su vida. Hacía frío, el Cristiano la invitó a dormir en los servicios de la estación, yo volví la vista y vi un fracaso más, un motivo más para vivir de espaldas a la apariencia.
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