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EPOPEYA. Al lado de la vida.

29.09.08 - Escrito por: Eduardo J. Luna Arroyo

1, 2, 3, 4 y 5 ¡!bang!!, ¡¡bang!!. Fueron las últimas palabras de Billy Wilkinson antes de irse para siempre y dejar una herencia de lágrimas a las puertas de la vida y un cigarro mal apagado en la puerta de su último sueño. A veces las crónicas son difíciles de escribir y difíciles de digerir, porque casi siempre llevan un espacio de sutileza dramática que emerge del mismísimo corazón. Billy llevó una vida concurrida, dónde las malas amistades eran las mejores. Él era de esos policías que en el más estricto silencio llevaba una armadura de caballero errante por los pasillos de los delincuentes, traficantes, prostitutas, drogas, asesinatos, violencia de género.

Billy, tenía como símbolo de vida él mismo. Dios se le atragantaba cada vez que veía su fin cerca. No gustaba mucho de presumir el cargo, ni era amante de lo estrictamente correcto. Valoraba más un whisky, aunque fuera barato, con un buen amigo que un acto dónde los políticos derrochaban su talante indigno y desolador. Viajó por varias ciudades del país, de norte a sur, de vida a vida, de puerto a puerto. Entre mis más valorados recuerdos está el sentido del humor, como a mi me gusta negro, sin contrastes, lleno de armonía y acompañado de una buena historia y una vida dónde la soledad guardaba y vigilaba la puerta de su apartamento para ver si podía o no podía entrar. Pero la muerte, lo esperaba cada día en la almohada. Wilkinson, era discreto, silencioso, hidalgo, hierático, su delgadez nos servía a algunos para ver el interior de sus pensamientos cada vez que se apagaba su mirada. En el bar de Harry, tomábamos algunas copas, sonaban los Rolling, The Boss, Al Stewart, Donna Summer y charlábamos viéndolo sonreír reflejado en el cenicero que le servía a la muerte como aperitivo. Un cigarrillo, dos, tres, diez, veinte y una copa para engañar a la soledad imaginándola como una blanca dama que lo acompañaría siempre. En Epopeya era un líder, los chicos lo idolatraban, aquel espacio sucio pero limpio de conciencia era su lugar para combatir el exceso de hipocresía de las personas. Las mujeres no fueron su fuerte, su inestabilidad lo llevó a la deriva amorosa en más de una ocasión, pero consiguió que sus amigas sirvieran también de balanza para satisfacer los desvaríos de su corazón. Billy, repetía una y otra vez que había que mal vivir antes de que la muerte te abrazara por la cintura y te arrancara tu corazón invisible. Una noche en Epopeya lo escuché decir que las mujeres eran como un trozo de hielo, frías, sin esencia, que sólo amaban si el dinero era superior al placer. En los suburbios más escondidos de la ciudad, las timbas de póker llevaban su nombre. Más de un sueldo y una pistola se le fueron en partidas interminables dónde la vista se perdía entre el humo de los puros y el rencor del dinero. El agente Wilkinson vivía de espaldas a la felicidad. Sin brújula, en un desierto de desgracias que lo hacían entrañable, dónde los camellos eran sus mejores aliados para demostrarle al comisario que la vida sólo valía un gramo y no 21.
Pero, Billy, fue uno de esos amigos que gustaba tener. Te desequilibraba con la mirada y te ayudaba a descubrir a todos los violentos, asesinos, violadores que rondaban la placentera vida de una ciudad desnuda y sin cartón que la cubriese. Se fue sólo y como él quería. En su apartamento sonaba el My Way de Frank Sinatra sin licencia de volumen en los decibelios. El agente Wilkinson dejó un hueco insustituible en sus amigos. Tras su vida inerte iba la soledad, una vieja amiga, que lloraba porque una vez más no había bastado su inexistente compañía para salvar a un buen hombre. Al lado de la vida duermen nuestros anhelos, al lado de la vida navega la soledad del hombre que lo hace más hombre y más frágil. Hasta luego amigo, espérame porque volveremos a vernos.

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