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40 minutos más (última estación)
31.08.2008 - Escrito por: Eduardo Luna Arroyo
Los Tyler se abrazaban al cuadro de su hija en el hall mientras le quitaban el polvo con tal delicadeza que hasta me hicieron recordar el último beso que me dio mi madre antes de subir al último tren que la llevo a los brazos de un estúpido secretario de la embajada española que la invitaba cada noche a ver la película de su vida de cenicienta. No nos quedaba tiempo. Cuatro puntos vinculados y distanciados en el tiempo. La vida recién sembrada, la vida recién sembrada? Me preguntaba insistentemente. Cogimos el coche y partimos ciudad abajo hasta el sur, dónde las guarderías eran como zoológicos y eran los niños los que dejaban a los padres para educarlos. Allí nadie nos daba pistas ni paradero alguno sobre Sara, la búsqueda está en nuestro interior? Maldito seas mil veces mil, Hyde. La vamos a encontrar, pero el tiempo corría en nuestra contra y no sabíamos lo que iba a pasar en cuestión de veinte minutos agotadores. Al llegar a la guardería, la única pista hasta el momento, vimos que no había nadie en su interior, las luces apagadas, el timbre desconectado y todas las persianas abajo. Unos tipos que había en los alrededores nos dijeron a cambio de unos dólares, que despintaban tristeza en los bolsillos de Michael, que un tipo bastante raro y misterioso llevaba a una niña de la mano paseo abajo y decía que era su nuevo papá. El tiempo se agotaba y las ideas no fluían. Un escalofrío recorrió nuestro débil cuerpo cuando la madre de Sara vio una pulsera de su hija al lado de una toma de agua cerca de las viviendas marginales del sur de la ciudad. Buscamos y buscamos, preguntamos a todo el mundo, incluso un pobre viejo sin canas nos dijo dónde encontraríamos a la pequeña y nos describió a la perfección a Hyde.
Sur, vida recién sembrada, el olor, el pesimismo y el tiempo jugando malas pasadas. Cristine Tyler no dejaba de llorar e incluso con cada lágrima se le arrugaba aún más su rostro perfecto y armonizado. Su nombre, claro, ahí podía estar la solución de aquel maldito mensaje. S de sur, sur de la ciudad, el espacio dónde Hyde se aprovechaba de los pequeños a los que sus padres no besaban por las noches porque la mayoría de los días no dormían en casa. A de angel, la calle dónde estaba la guardería abandonada por los niños y habitada por los padres con problemas de estabilidad emocional. R de recién, Cristine estaba embarazada y esa podría ser la esperanza de una madre que no conseguiría equilibrar la balanza del amor desbocado. A de amenaza, de amarte por psicópata, de absurdo todo y más, de absoluta tristeza, de amargura, de aquí acabó todo. Al entrar a la guardería una pizarra nos indicaba lo peor, estaba escrito “Sara es mía, Sara es mía”. En la última habitación de aquel antro, comencé a escribir la más cruel de las historias. Como una bella durmiente, Sara reposaba sobre la mesa de la directora que se había jubilado porque no consiguió hacer leer a los padres de la miseria del barrio más deprimido de la ciudad. Quedaba un minuto para que el tiempo marcara su final más trágico. En ese momento la risa de Richard Hyde inundó la habitación. Seguía cantando y cantando aquella despiadada nana. El padre de Sara lo cogió del cuello antes de morir en vida y soñar en el paraíso del país de las maravillas con su hija. Hyde sólo reía, era un psicópata, un pederasta acostumbrado a convivir con la muerte. La policía llegó en ese momento, dejé advertido a los chicos de la estación de metro que mandaran una patrulla al barrio sur contándole lo que ocurría allí, sino llegaba en una hora. Hyde, el pederasta de los guantes blancos. Así titule una de las peores crónicas de mi vida. Al mes y medio la sentencia del juez Smith, era los suficientemente contunde como para hacer un programa de humor negro durante una hora al día. Prisión por abusos a menores y pederastia, homicidio y daños colaterales a las familias de por vida. Tiempo en prisión, cinco años con posibilidad de permisos para ir al psiquiatra y tomarse una copa en el bar de la esquina. Los Tyler, se arruinaron pagando abogados y más abogados. La justicia en la ciudad era una panacea y un zulo de chantajes. Hyde saldría de la cárcel en breve con una sonrisa de espantapájaros. Publicamos los nombres de todos los niños que sufrieron el azote del pederasta más cuidado de los suburbios. Las pastillas para dormir eran ya como caramelos de menta, sólo servían para mejorar mi aliento. Los padres de Sara llevaban cada día una rosa al lugar dónde reposaba su hija, el sueldo del mes sólo les llegaba para eso y para limpiar el cuarto de sus recuerdos. El pequeño Albert crecía sanísimo y fuerte. Los días pasaban, recibí una carta de todas las familias afectadas por Hyde, sólo había escrito un mensaje en aquel folio en blanco, “Nunca dejes que tu pluma se seque, nosotros con nuestro dolor la llenaremos con la tinta de la justicia”. Cerré los ojos para dormir y busqué la paz en los ojos de Sara.
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