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HUESOS
22.06.2008 - Escrito por: Eduardo Luna Arroyo
Cuando la conocí tenía los cabellos dorados al igual que el oro que robamos a los aztecas. Su sonrisa penetraba de manera suave por mi retina y el sabor de mis labios al verla era como un cuando te tomas un café con mucha azúcar. La noche no tenía rasgos positivos ni presagios alentadores. Después de la trepidante aventura de Íman, no tenía el alma para más sobresaltos. Encendí un cigarrillo con el calor de unos labios sedientos de paz. Sólo habían pasado días tras aquella aventura sinfín en las sucias calles del Golden Pub.
Mientras se consumía el cigarro, bajé de una manera relajante las escaleras de mi dulce hogar de historias incompletas. Noté algo raro en las paredes y un murmullo destrozaba al silencio de lo que se avecinaba. Los ciudadanos de la estación del metro pegaban en las paredes fotos de una joven que había desaparecido, aunque vivía con sus padres en la segunda planta de una casa perfecta. La reconocí al instante. Era ella, la princesa de cabellos dorados y mirada de azúcar, la vecina de una antigua mujer que se casó conmigo y luego firmó el divorcio con mi abogado. Andrew Stanley, una promesa en el mundo político de la ciudad y una aspirante al título de presidenta de su partido. Pero por qué los carteles?, por qué su búsqueda?, que ocurría en Epopeya?.
Una voz melancólica de fondo, llamó mi atención en ese momento. Es mi hija, usted podría hacer algo por ella. Miré, querido amigo, sólo escribo crónicas de vez en cuando y la tinta de mi pluma no me abandona por otro. Sé que usted tiene algo especial con ella desde que era pequeña. Mi hija tiene anorexia, sus huesos delatan hasta el palpitar de su corazón de vagabunda. Este hombre la llamaba hija, pero era su padrastro. Su padre biológico murió en la guerra de los contrabandista y el chantaje a políticos corruptos. Intentaré hablar con Andrew, un día de estos. No amigo, tiene que ser ahora, esta noche, ha escrito en su diario que su obesidad ha marcado el día de su sepelio. Apagué el cigarrillo y cogí la moto del aparcamiento subterráneo que había en la última planta del apartamento. Al llegar a casa, Jesse, su madre, me reconoció y quiso abrir una botella de champan que tenía guardada en su imaginación. Subí al cuarto con libreta y bolígrafo en mano y abrí la puerta despacio, mientras se escuchaba de fondo el cumpleaños feliz de Marylin Monroe. Hola, Andrew?, estaba detrás de la puerta del armario. Apareció y no miré por curiosidad y morí al verla muerta en su cuento de hadas. Al verla, ví un motivo para llorar, un deseo de ser quién no serás, un saco de huesos con una pequeña luz de vida, una vida sin instrumento para moverla. Ví la guadaña de la anorexia delante de mis ojos. Andrew comenzó a gritar, a llorar y a gritar, a gritar y a llorar, y no pude consolarla. Me contó que al mirarse al espejo veía a una mujer sin formas, obesa, fea, no deseada. Soy escombros, me recuerdas?, feliz, cercana, fuerte, con convicciones y ahora (casi sin salir el aliento por su boca) rota, gorda y sin amor. Todo lo contrario a lo que yo veía. Un esqueleto con ambición y sin vida. Una mujer al borde de bailar con la muerte el último vals en la tierra. No tenía fuerzas ni para andar, su ropa interior le servia para sujetar su alma. Sus ojeras eran la crónica de una sepultura anunciada. El diablo y la oscuridad mental de la anorexia la habían ganado su última jugada de póker. Andrew se sentó y yo escribí la crónica de su vida. Sus padres no querían mirar por el último suspiro de su vida. No podíamos hacer nada, su carrera política terminó el día que se miró dos veces al espejo. Su amor de verano fue conquistado por la vecina de la quinta manzana. Andrew se fue y su gobierno fue incapaz de preocuparse de los millones de casos sobre este problema que hay en todo el mundo. Maldita y mil veces maldita la talla que te mata mujer. Fueron unas semanas muy angustiosas, era hora de volar, necesitaba viajar a España para ver a mi familia y respirar aire en las playas de mis recuerdos.
Los empresarios de las grandes marcas de moda del país me pusieron una demanda por acusarlos de hacer un prototipo de persona que en muchos casos no se adaptaba a la realidad. Cuando llego a casa la carta del juicio, la tiré y dejé que las ratas (como ellos), se hicieran un traje para asistir a la pantomima de la justicia.
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